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Mi reino por un cabello

SAVONAROLA

05·02·2016

¿Recordáis, amados míos, a Ricardo III de York, el jorobado y deforme hermano del rey Eduardo IV cuyas trapacerías y maniobras para descabalgar a su legítimo señor del trono contara el ingenio de sir William Shakespeare en una de sus más celebradas tragedias?Según el bardo de Stratford-upon-Avon, mis caros discípulos, Ricardo habría conspirado para que su hermano Jorge de Clarence, que le precedía como heredero al trono, fuera recluido en la Torre de Londres como sospechoso de asesinato.

Después, para cumplir sus ambiciones, pretendió los favores de Lady Ana, la viuda de Eduardo de Lancaster.A pesar de los prejuicios en su contra, Ana se comprometió a casarse con Ricardo. Éste, en colaboración con su amigo Henry Stafford, segundo duque de Buckingham, conspiró para acceder a la sucesión al trono, presentándose a los otros señores como un hombre piadoso, modesto, sin ninguna pretensión de grandeza. Gracias a ello, fue elegido sucesor del rey Eduardo IV, en cuya muerte, irónicamente, Ricardo no estaba en ninguna manera involucrado, imputado ni, como hoy quieren que se diga, investigado.

Ricardo se garantizó de manera activa la posesión de la corona. Asesinaba a tal fin a cualquiera que se interponía en su camino, incluido el joven príncipe Lord Hastings, su antiguo aliado. Incluso a su esposa. Pero estos crímenes no pasaron desapercibidos, y cuando Ricardo perdió todo el apoyo y se enfrentó con el conde de Richmond, quien habría de ser Enrique VII de Inglaterra, en la batalla de Bosworth Field, los fantasmas de aquéllos que tan vilmente asesinó le visitaron y auguraron: “¡Desespera y muere!”. 

A pesar de que la lucha inicialmente parecía estar yéndole bien, Ricardo pronto se encontró solo en medio del campo de batalla, llorando desconsoladamente e implorando “un caballo, un caballo, mi reino por un caballo”. 

Finalmente fue derrotado después de un combate cuerpo a cuerpo con Richmond, quien lo mató con su espada. 

La envidia y la codicia, dos de los más funestos y nefandos pecados, de los que llamamos capitales porque están en la base de muchos de los capitales que amasan manos que no son de panaderos honrados, propiciaron la ruina fatal de Ricardo y le hicieron clamar desesperadamente, pidiendo trocar, a voz en grito, su reino por un caballo. 

Y no un caballo, sino cabello, fue la moneda de cambio y trapicheo elegida por Arcadio Mateo en esta arcadia levantina para saciar sus pecados capitales. Dicen que, en noches de plenilunio, se oía llorar y gritar “un cabello, un cabello, mi reino por un cabello” a este otro Ricardo III de cercanías. Y voto a Dios Padre Todopoderoso que no fue uno, sino cientos, qué digo cientos, miles. Pero mucho más que miles ¡millones de cabellos! Una cabellera entera, toda una larga melena. 

“Dadme una cabeza con pelo, con pelo largo y hermoso, brillante, reluciente, como el dorado lino. Dadme cabello largo hasta los hombros”, se escuchaba al codicioso Arcadio Mateo, el director general de Acuamed, la empresa que gestiona las infraestructuras hidráulicas en el Mediterráneo español. 

Y Arcadio se fue a desalar, porque sus trueques y cambalaches no podían acabar echando pelillos a la mar, que pelos tan caros y queridos, puestos a mojarse, habrían de serlo en el más dulce de los mares. 

Porque un señor que atesora billetes de 500 escondidos en estantes de libros no puede calzar un bisoñé cualquiera de esos que hacen en China, pues en aquel gigante oriental, el pelo que se fabrica, como mucho, podría adornar la testa del pelo de ‘san Loque’, ese del animal ‘sin labo’. Ni hablar del peluquín, que por mucho que venga de Asia, ese cabello no parece lujo asiático. 

Tampoco es cosa, hermanos, de buscar el felpudo al otro lado del Mare Nostrum, allá por el Pelo-pon-eso, ni al otro lado del Atlántico, el non plus ultra donde habitan los que cortan cabelleras. 

Tal vez lo suyo, o lo nuestro, fue un error. Quizás el atribulado Arcadio de esta nuestra arcadia tan particular, si acudió a pedir un implante de cabello a FCC no fue por tomar el pelo a los contribuyentes que han de pagar los sobrecostes que firmaba a cambio, sino por puro despiste y confundir a Fomento de Construcciones y Contratas con Fomento de Crines y Cabellos, empresas de fines distintos por más que se parezcan siglas. 

Item más, que lo que mentes retorcidas presentan como los susodichos billetes de 500 ‘leuros’, que dicen le hallaron más de 240 escondidos, no son tales, sino inocentes papelillos para usar como bigudíes, que la melena se puede dejar al viento, pero nunca jamás al azar. 

Mas los dioses son severos y tanta euforia no podía terminar de otra forma que con la aparición de Esquilo, el hijo de Euforio. Y hete aquí que se vino el tal Esquilo para acabar con esta tragedia que empezara mi buen amigo William Shakespeare. 

Como ya sabéis, mis amadísimos hermanos, en todos los dramas de Esquilo aparece el contraste entre el individuo potente y dedicado a sus intereses, así como al control del Estado. Los actos, frecuentemente irresponsables de aquél, amenazan con arruinar a éste, y la comunidad debería velar y asegurar la salvación general. 

Ya está bien de tanto Arcadio, que no hay día que no nos salte alguno en la sopa con tan mala fortuna que no existe Dios que nos cambie el plato por más que nos irrite y ofusque. Que no es lo mismo el cabello de ángel que el de nuestro ya famoso Arcadio y el de tantos y tantos arcadios como han proliferado en esta patria nuestra que está por los suelos. Una plaga más veloz y voraz que la cochinilla que ha arrasado con la nación de los chumbos. 

Dicen que a la cochinilla se extermina con solamente agua y jabón. Yo no sé qué jabón haría falta para acabar con estos cochinos chungos. Vale. 

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