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Suspenso en educación

CLEMENTE FLORES

27·11·2015

CON RELATIVA FRECUENCIA, cuando los españoles queremos saber cómo somos, cómo vivimos o cómo nos relacionamos, en vez de observar y razonar por nosotros mismos, recurrimos a los comentarios y opiniones de algún organismo o entidad extranjeros. Viniendo de fuera estos juicios u opiniones son acogidos como si fueran dogmas incuestionables, y nadie los pone en duda, y sin embargo nuestra propia opinión no la aceptamos ni valoramos con la misma disposición ni en la misma medida, quizás porque pensamos que nuestros informantes y nuestros medios de información no son de fiar. 

El esquema del proceso se viene repitiendo una y otra vez siguiendo pautas comunes, pues cuando se reciben son difundidos añadiéndole unos cuantos comentarios de propia cosecha, casi siempre críticos y negativos para hacerlos más impactantes y atractivos y sin profundizar o analizar demasiado para que nadie pueda dudar de sus contenidos. 

En un primer momento la noticia produce el impacto buscado, sirve para rellenar una hoja del periódico, o para ocupar una hora de programas que otros medios suelen repetir haciéndose eco. Tras un corto proceso de expansión de “la noticia”, se apaga el ruido mediático y nos olvidamos muy pronto del problema real o supuesto, y todo se traduce en una noticia superficial y sesgada que deja de comentarse en los medios. 

Dichas informaciones y sus ciclos de aparición-desaparición parece que cumplen la función de una terapia colectiva, que consiste en culpabilizar a otros, generalmente un indefinido etéreo y nunca personalizado, de ser la causa de nuestros problemas. Así nos liberamos de nuestra responsabilidad de asumirlos y solventarlos, escondiendo la cabeza bajo el ala, como hace el avestruz cuando vislumbra problemas. 

Javier Marías escribió hace unos días que, actualmente, en nuestra sociedad, se está produciendo un retroceso generalizado del entendimiento y el sentido común. Por mi parte me permito añadir que percibo una degradación cada día mayor de los valores democráticos que nos prometimos mantener durante la transición y de cuyo compromiso nos hemos desentendido. Ciertos problemas sociales, en vez de superarse y desaparecer, se van enquistando, creciendo y adquiriendo una virulencia cada vez mayor, porque hábilmente se escamotea una información sobre sus raíces y consecuencias. 

Entre los temas que podríamos tomar como ejemplo uno de mis favoritos es La Educación, porque pese a los ríos de tinta escritos sobre ella, no existe una opinión pública racional y objetiva de sus problemas y, por tanto, no se proponen las soluciones concretas necesarias y andamos por las ramas, sin dejar de movernos en los tópicos de siempre, tan falsos como inútiles. 

Hace unos días, un conocido periódico insertó algunos comentarios sobre un informe de la OCDE “Política Educativa en Perspectiva 2015” que, según él, “recoge datos demoledores sobre la educación en España”. 

La noticia, como tal, no produce ninguna sorpresa y coincide con la opinión generalizada ya que nadie, sea alumno, padre o profesor, parece estar conforme con la enseñanza que tenemos. 

Parece demostrado que nuestros estudiantes están en la cola de la compresión lectora y en la competencia matemática y, sobre todo, tenemos las mayores tasas de abandono escolar. Es evidente, a todas luces, que la enseñanza oficial tiene mucho campo para mejorar resultados. Personalmente creo que la enseñanza es, por muchas razones, uno de los fracasos más graves del sistema político democrático implantado en España desde hace cuarenta años. 

Es falso el axioma de que el dinero arregla todo y aunque en materia de educación ha servido para callar muchas voces, ahora, con los recortes por la crisis, aparecen las críticas que inexorablemente nos deslizan por el tobogán del desencanto. Vivimos en una España donde nos hemos acostumbrado a enfrentarnos a los problemas gastando un dinero que no tenemos. Me rebelo contra ese fatalismo de avestruz que acepta que las cosas no tienen solución y que sólo se pueden mejorar gastando dinero. 

En el campo de la educación, hay demasiadas personas alimentándose del pesebre del erario público sin ejercer ningún trabajo que implique responsabilidad. Ésos son los más interesados en poner piedras en el camino del cambio. 

En el río de la Historia, los hombres somos el agua que fluye siguiendo el cauce que encuentra y que al pasar, deja tras sí un cauce modificado por los efectos de su propio paso. 

Aunque parezca imperceptible, todos los planteamientos educativos de la reciente historia democrática han estado marcados por la situación histórica anterior, en la que socialmente, de forma generalizada, la cultura se entendía como un bagaje intelectual de gentes desocupadas que no tenían mucha relación con el trabajo productivo. Para la Administración, la educación era fundamentalmente un vehículo trasmisor de ideología y, por tanto, sólo pretendía que fuese católica y patriótica. La visión venía de viejo porque en los últimos cuatrocientos años España había experimentado pocos cambios en materia educativa (la historia pesa mucho y no es la cultura por sí misma, una de las cosas que los españoles, tradicionalmente, hemos valorado más). 

Sólo al final de la época franquista, cuando el sistema productivo imperante contó con empresas multinacionales modernas que venían de fuera y la censura era incapaz de controlar los cambios sociales y económicos que se producían, se reguló y estructuró el sistema educativo. A través de la Ley 14/1970, se integró el sistema educativo en cuatro niveles, se generalizó la educación de los 6 a los 14 años y se relacionó el mundo educativo con el del trabajo, y quizás por primera vez se reconoció la función del Estado en la planificación de la enseñanza y en la provisión de los medios materiales y humanos. La ley estuvo vigente hasta 1980, cinco años después de morir Franco. 

Desde que se inició el periodo democrático y comenzando por Robles Piquer, ha habido diecinueve ministros de Educación y se han promulgado doce leyes orgánicas, siete han legislado la enseñanza obligatoria, cinco la han reformado, cinco han regulado los estudios universitarios y, al menos una, la formación profesional. La última, la LOMCE de Wert, que pretendía conseguir un consenso general, ha provocado las iras de todos los estamentos y está abocada a ser modificada en cuanto haya ocasión de hacerlo. 

Creo que todos los Ministros de Educación de la época democrática han tenido un alto grado de formación académica, abundando entre ellos los catedráticos, profesores universitarios y doctores en sus respectivas materias. Ninguno ha dado con una solución concluyente y casi todas las leyes que se han ido promulgando en vez de proporcionar “soluciones” han pasado a convertirse en “otras causas” del mismo problema. 

Analizando el Sistema Educativo, aunque sean evidentes las diferencias entre “dónde estamos” y “dónde podíamos estar,” debemos de reconocer que son menores que las diferencias que hay entre el “dónde estamos” y “dónde estábamos” no hace tanto tiempo. 

Cuando estamos diciendo que un 26% de nuestros alumnos abandona los estudios nos olvidamos que hace cuatro días ese dato era el 46%. Cuando decimos que en España entre los años 2000 y 2012 los alumnos que sólo han cursado la primera etapa han pasado del 62% al 45%, no debemos olvidar que en el conjunto de los países de la UE ha pasado del 34% al 23%. 

Los males del sistema educativo español son variados y complejos y al englobar en él los conceptos de cultura y educación, como si fuesen una misma cosa, enmascaramos el papel fundamental y la responsabilidad derivada que corresponde a las familias que tienen hijos en edad de formación. 

Los enseñantes se quejan de la falta de compromiso que muestran los padres con la educación de sus hijos y yo creo que en buena parte se debe al desconocimiento, ya que conocimiento y compromiso no pueden darse el uno sin el otro. 

Las pautas de comportamiento de estas generaciones de padres forman parte de nuestro acerbo cultural y costará mucho, como ocurre en otros casos, cambiarlas. Los padres “pagan porque eduquen a sus hijos” y nadie se atreve a decirle al que paga que no basta con pagar y que en lo tocante a la educación hay trabajos y funciones en los que la familia tiene que colaborar. 

Cada día se valora más la importancia que tienen los primeros cinco años de la vida de un individuo en su capacidad intelectual y en su forma de ser. 

Hoy se valora tanto el control y manejo de las emociones como el conocimiento enciclopédico de materias. El papel de la familia en estos temas debe ser indelegable. 

Tradicionalmente no se le dio importancia e incluso era de buena crianza confiar, en esas edades, la educación de los hijos a manos extrañas. Hoy se sigue, aunque no lo parezca, actuando igual y se prefiere adquirir conocimientos a adquirir y arraigar valores. Lo peor de nuestra educación reside en el hecho de que nadie nos enseña a ser padres. 

En el libro en blanco que es la mente de un niño, los primeros capítulos se escriben en el entorno familiar. Estos capítulos van a influir en el estilo y contenido del resto de capítulos que se escribirán durante toda su vida. 

La sintonía entre padres y profesores, aunque sea desde distintas posturas, tiene que ser total porque, ni la familia ni el colegio por separado pueden dar respuestas a las necesidades educativas. 

Hace más de cien años los ingleses de Río Tinto, para obligar a los niños a ir a la escuela, quitaban la mitad del salario a sus padres si faltaban a clase sin causa justificada. 

Siendo yo niño, un señor de mi pueblo de reconocida opinión, aconsejaba a mi padre que no me dejase ir a estudiar, aunque tuviese beca, porque sólo lograría que como pago abjurara de mis orígenes. 

Hace sólo unos meses accedí a dar una charla sobre mis libros a los alumnos del instituto de mi pueblo y pedí dar otra sobre educación conjuntamente para padres y alumnos. Entre los padres que asistieron, que no fueron muchos, no reconocí a ninguno español. 

Podríamos gastar ríos de tinta en poner ejemplos de la falta de interés de los padres por la educación, y por eso la delegan tan fácilmente. Su única meta parece que es conseguir el aprobado de sus hijos. 

El sistema educativo es fruto y reflejo de la sociedad que vivimos y sólo cambiará al ritmo que ésta le marque. 

Cuando hace unos días el filósofo José Antonio Marina ha sugerido que el cobro de los profesores se haga en función de los rendimientos, no ha hecho más que sumarse a aquello de que “a cada uno según su trabajo” que ya habían defendido algunos “izquierdistas” como Trotsky, Lasalle y Lenin. Representantes de la enseñanza de los sindicatos CCOO, CSIF, ANPE, y FETE-UGT se han tirado al cuello de Marina, criticándole que pretenda hacer una distinción entre profesores buenos y malos. “Todos son profesionales suficientemente capacitados para impartir la docencia, puesto que han superado procesos selectivos y han estado controlados tanto por la Administración como por los servicios de inspección”. Ante esta postura me pregunto: ¿Por qué tendremos tan malos resultados cuando nos comparan con otros países? 

¿Qué podemos hacer? Hay elecciones y no es sólo problema de dinero. No vendría nada mal que los padres estudiaran los programas educativos de los partidos. 

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