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Antes muerto que impotente

SAVONAROLA

25·01·2016

¿Recordáis, amadísimos hermanos, que hubo un tiempo en que los hijos de Yahvé hubieron de cruzar el desierto guiados por Moisés, aquel niño salvado de las aguas que se tornó en salvador de su pueblo. 

Pues bien, mis queridos feligreses. No siempre surgen líderes que actúen velando y protegiendo a sus semejantes, ni aún cuando su empleo y cargo así lo demande. Más bien al contrario. 

Ya sabéis que el día de san Antón de 1966 el fuego que llovió sobre Palomares no fue provocado por cohetes lanzados en honor al santo patrón de los animales, sino que vino, yo os digo, desde el mismo vientre del infierno. 

No fueron sino Lucifer y toda su corte quienes pintaron y aventaron las llamas que cayeron sobre la pedanía de Cuevas. Pues, ¿quién si no pudiera haber tenido tan devastador y cruel propósito como el que entonces tuvo lugar? 

Menester necesario fue que concurrieran un amo y un esclavo para engendrar el episodio de humillación e indignidad mayor que vivió el pasado siglo, y que aún vive el que habitamos. 

Cincuenta años de silencio y oprobio no se escriben solos. Necesitan de la ayuda de muchos y de las circunstancias que lo permiten. 

Aquel infierno empezó, amados míos, en medio de una guerra fría, que ya sabéis que hay fríos que queman del mismo modo que algunos fuegos hielan el alma. El hermano americano rondaba, sereno, las fronteras del averno comunista con ángeles que, en lugar de liras, portaban bombas atómicas. Al cruzar la península ibérica solían repostar aquellos gabrieles y rafaeles y lo hacían allá por los aires en una maniobra que debían realizar obligadamente sobre lugares despoblados, pero que en estos casos, por no extraviar el tan peligroso como preciado armamento, hacían sobre un lugar habitado por seres que, para quien estas cosas mandaba, no tenían más valor que su carga terrible. 

Y causa de ese desprecio original fue que las bombas y el oprobio cayeran sobre Palomares. 

Y ese desprecio original, amados míos, se ha prolongado demasiado en el tiempo. Tal que aún está por resolver. 

Dicen que lo que no se nombra no existe y hay quienes a fuerza de nombrarlo llegan a creer que todo lo que allí aconteció anda resuelto tras enterrarlo bajo una montaña de silencio. Es más, os diré que hay quien manifiesta ufano que allí no llegó a acontecer nada. Sólo les falta gritar que fue exceso de sol lo que pintaba el cielo esa mañana, o de ser fuego, fatuo fuera. Y las bombas, como mucho de peste. 

Eso me recuerda, hermanos, que en aquellos días, un número, que entonces ni siquiera eran personas, de los de la Guardia Civil, vestido a la sazón de civil con minúscula, lo que también se entiende como ir de paisano, entró en busca del entonces comandante Velarde para consultarle un extremo que le venía corroyendo las entrañas desde que comenzó a prestar servicio, apenas unos días antes, por esos campos de Palomares. 

El picoleto era joven. Lucía un esbozo de bigotillo aún ralo y, tras asomar la cabeza engominada y peinada hacia atrás por la raja abierta de la tienda de campaña, llamó la atención del oficial que más sabía de radiactividad en todo el ejército patrio, hasta el punto que Franco, que era Jefe del Gobierno, le encomendó la tarea de investigar hasta obtener la bomba atómica para mayor gloria y loor del régimen. 

El comandante salió del recinto de lona y preguntó al interfecto qué cosa era aquella tan importante que requería su precisa presencia en un momento en el que, como siempre, se encontraba ocupado en esos menesteres tan importantes como los que preñan el tiempo de los comandantes a cada instante. 

El joven, ora mirando al suelo ora al cielo, por fin confesó en una voz a duras penas audible que el motivo que le había conducido a llamar su atención y a requerir humildemente su tiempo era el poner en su conocimiento que había contraído esponsales tan sólo hacía un par de semanas. 

El comandante Velarde suspiró molesto y le respondió que, si era eso lo que tenía que decirle, que felicidades y enhorabuena, pero el Guardia se apresuró a desvelar unos rumores que había escuchado sobre que eso de la radiactividad a la que se había expuesto durante los últimos días podía producirle impotencia. 

Aliviado, el hoy general de brigada en la reserva le contestó relajado y con ánimo tranquilizador: 

- Si es por eso no se preocupe. Está más que demostrado que la radiactividad no produce impotencia en animales ni en seres humanos. El plutonio sólo puede provocarle cáncer de pulmón. 

A lo que, evidente calmado y ya por completo feliz y despreocupado, el guardia le contestó: 

- Muchísimas gracias, mi comandante. Ya me voy yo más tranquilo. Verá la alegría que se va a llevar mi mujer cuando se lo cuente. 

No dejaría de ser éste un episodio chusco más de la historia minúscula de España de no ser porque, casi diez lustros más tarde, cuando el que antaño fuera alcalde de Cuevas del Almanzora, Jesús Caicedo, llegó hasta el ministro de Defensa de hogaño, el señor don Pedro Morenés Eulate, con el fin de interesar su ayuda e intervención ante su homólogo norteamericano para que de una vez por todas los que ensuciaron las tierras de su pueblo las limpiaran, como reza el derecho de Dios y de los hombres, el ministro, que no ministro de Dios sino de los hombres, impertérrito, le respondió que ya tenía cosas más importantes que tratar con los americanos como para entretenerse con menudencias como lo de Palomares. 

Visto lo visto, la actitud del de abajo y la de aquél de más arriba, no es de extrañar tanto alborozo por la firma de un acuerdo de intenciones que aún sin obligar a nada, cualquiera puede romper cuando le pete. Ya van tres meses de compromiso sin que haya habido ningún efecto. 

Alguien dijo que antes que los amos nacieron los esclavos. Pues eso y, aunque a mí no me vale, amadísimos hermanos, vale.

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