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Tema del traidor y el héroe

JUAN LUIS PEREZ TORNELL



09·02·2016


UNA VEZ RESUELTAS las incógnitas, propias de una novela de suspense o de una comedia de enredo, con la elección del nuevo paladín catalán, que tiene la encomienda o destino de vencer al dragón español, sigue discutiéndose incluso en la sociedad española no catalana la prevalencia o no de las normas constitucionales frente a la voluntad de la sociedad catalana, al menos de una parte importante de ella, de rebelarse, moderna Fuente Ovejuna, frente a los imperdonables abusos que cometió el Conde Duque de Olivares. 

El sujeto político de la soberanía en un determinado territorio se discute con frenesí y hace revivir en nuestros lares, o en los suyos, que ya no sabe uno de qué familia son nuestros demonios familiares, la cuestión nacional que tanto preocupara a Stalin y a Lenin hace muchos años. 

Las leyes son mero instrumento de una sociedad para conseguir unos fines o para saber a qué carta quedarse, y hay que rebajar su trascendencia sacramental o pretensión de inmutabilidad. Las leyes son como las ruedas de los coches: cuando han perdido su utilidad hay que cambiarlas. Decía Montaigne atinadamente que las leyes mantienen su crédito no porque sean justas, sino porque son leyes. El cambio lo decreta el tirano en una tiranía y la mayoría en una democracia. 

De una forma algo infantil la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento Nacional trataba de preservar eternamente una legalidad ilegítima por el expediente de ponerlo por escrito: Artículo 3.- Serán nulas las leyes y disposiciones de cualquier clase que vulneren o menoscaben los Principios proclamados en la presente Ley fundamental del Reino”. 

Qué poco dura la eternidad. 

Es claro que el propósito de los actuales gobernantes de Cataluña es ilegal, el derecho a decidir en un ente no soberano es inexistente. Pero ellos aducen otro concepto bien distinto: la justicia de su empresa. Y ése es un asunto algo distinto. 

En el primer libro de “La República” de Platón, el bueno de Sócrates mantiene una polémica acerca de “lo justo” con Trasímaco, uno de esos sofistas que tanto juego le daban, y que tan a menudo han sido vituperados injustamente por la filosofía ortodoxa y bienpensante. 

Trasímaco sostiene brutalmente que lo justo es lo que conviene al fuerte, y no hay más que hablar. Sócrates se enreda, para demostrar lo contrario, en una serie de comparaciones extrañas de las que tras mucho marear la perdiz y confundir a los asistentes y al propio Trasímaco, no obtiene, según el mismo reconoce, ninguna conclusión. En realidad en ese diálogo en concreto el sofista parece él. 

El derecho a decidir de Cataluña tienen que conquistarlo los secesionistas. Esto es lo primero que deberían tener claro, bien sea por la fuerza de las armas, hilando algodón como Gandhi, o por incomparecencia del contrario. Supuesto éste último que parece ser el más verosímil, dado el desconcierto y división de las fuerzas que se dicen constitucionalistas. 

Igual un día de éstos Rajoy sale del Congreso y sin decir nada a nadie coge un tren para Pontevedra o para Santa Pola, como hizo don Estanislao Figueras, presidente de la primera República, en ocasión curiosamente similar a la actual. A Sánchez lo veo más bien siendo defenestrado de la sede de Ferraz. 

Lanzado el guante secesionista a la mejilla de los españoles que no se avergüenzan de serlo, o se recoge y se toman medidas, o lo mejor es dirigirse cuanto antes a la estación de Atocha, como hizo sabiamente quien comprendió que la historia sobrepasaba sus límites. 

Que gana España, pues muy bien. Que ganan los secesionistas, pues será como dijo Trasímaco, porque eran más fuertes y por tanto era justa su pretensión. Tanto da. 

Trasímaco, en su línea, también dijo algo que ha perdurado más que la Ley de Principios del Movimiento Nacional: “La traición nunca prospera. ¿Por qué? Porque si prospera ya nadie la llamará traición”.

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