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Alfonso Rodríguez desatiende su parroquia carbonera

SAVONAROLA

19·05·2016


Recordaréis, hijos míos, que antes de subir al monte para orar en solitario, Jesús hizo a sus discípulos entrar en una barca e ir delante hasta la otra orilla, entre tanto que él despedía a la multitud. 

Una vez despedida la muchedumbre, nuestro Señor Jesucristo subió al monte, como os digo, a orar aparte y, cuando llegó la noche, estaba allí solo y la barca en medio del mar, azotada por las olas, porque el viento era contrario. 

Mas a la cuarta vigilia de la noche, Jesús vino a ellos andando sobre el mar, y los discípulos, viéndole, se turbaron, gritando ¡Un fantasma! Y dieron voces de miedo, pues no podían asimilar que tal aparición fuera el Maestro, ya que sí que sabían que los achichiliques, una especie de patos, son capaces de caminar hasta veinte metros mientras copulan, que ya se sabe que el amor mueve aves acuáticas amén de montañas. 

También conocían que los delfines andan hacia atrás por puro divertimento y que el basilisco, ese clase de lagarto parecido a una iguana, es un avezado corredor sobre las aguas, por no hablar de las arañas y algunas clases de mosquitos, como el zapatero, y no me refiero al que fuera presidente de esta tierra de conejos. 

Al observar la actitud aterrada de sus discípulos, en seguida Jesús les habló, diciéndoles ¡Tened ánimo, que soy yo, no temáis! 

Entonces le respondió Pedro, y dijo: Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. 

Y él dijo: Ven. Y descendiendo Pedro de la barca, anduvo sobre las aguas para llegar a Jesús. 

Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo, y comenzando a hundirse, dio gruesas voces, diciendo: ¡Sálvame, Señor, sálvame! 

Al momento Jesús, extendiendo la mano, le asió y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? 

Y cuando ellos subieron en la barca, se calmó el viento. 

Entonces los que estaban en el bote vinieron y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Hijo de Dios. 

Algo parecido, hermanos, ocurrió hace no tanto tiempo. En esta ocasión era un joven Steven Frayne. Corría el año 2012 de nuestro Señor cuando convocó a quien quisiera asistir a verle andar sobre las sucias aguas del Támesis. Y héteme aquí que acudió una auténtica multitud. 

Frayne, que se hacía llamar Dynamo, en un momento dado, acudió hasta un recoleto pantalán de madera dispuesto en la orilla del río que atraviesa, cual arteria principal, la capital de la pérfida Albión. No sabemos con certeza si venía de orar en algún retiro espiritual cercano, pero sí que, de repente, avanzó un pie sobre las aguas marrones, después otro, uno más y así hasta que llegó una barca y desde ella empezaron a gritarle. 

Mas quienes ahora vociferaban no eran pusilánimes discípulos aterrados, sino policías británicos que le conminaron a darse la vuelta y volver de nuevo a la orilla, en donde le aguardaba una pareja de ‘bobbies’ que le acompañaron, bien a su pesar de él, que no de ellos, hasta una próxima comisaría, de donde, tras interrogarle, soltaron al tal Dynamo, pues ningún código de justicia ni norma de navegación alguna prescribía por aquel entonces la prohibición de andar sobre las aguas. 

Y estos casos, que a todos nos parecen excepcionales y dignos de admiración, son milagros susceptibles de contemplar a diario en el puerto de Carboneras. 

Sin embargo, en esta ocasión no es un joven treintañero, como nuestro Señor Jesús o el mencionado Frayne, sino que se puede ver a septuagenarios, octogenarios y aún pescadores inválidos jubilados caminar y brincar, o rodar a bordo de sus sillas de ruedas, sobre el proceloso, y más sucio que el río de Londres, mar del puerto de Carboneras. 

No obstante, amadísimos hermanos, hais de saber que ninguno de los fenómenos descritos es ni mucho menos sobrenatural. Todos tienen su explicación física y convincente. 

En el caso de los delfines, si observáis atentamente, no caminan, sino que nadan aleteando con toda la fuerza de su cola. Achichiliques y basiliscos lo que hacen es empujar hacia atrás el agua alternando los ‘pasos’ a suficiente velocidad como para no hundirse, mientras que arañas, caracoles y los insectos que no han presidido España, se sirven de un fenómeno de la física que conocemos como ‘tensión superficial’. 

Obvio es decir, mis discípulos predilectos, que nuestro Señor Jesús se sirvió de su condición divina para realizar tamaña proeza, lo que no deja de ser una explicación, y que de Frayne se supo que había dispuesto una plancha de metacrilato transparente que con un calculado sistema de pesas y flotadores permanecía oculta apenas unos centímetros bajo la inmunda superficie fluvial del Támesis. 

En cambio, el ardid del que se sirven los ancianos e impedidos pensionistas del mar en Carboneras, es una costra mugrienta que la Autoridad Portuaria ha tenido a bien dejar crecer para que salven la distancia que media entre sus barcas y las piedras de la escollera en que ha dispuesto don Alfonso Rodríguez Romero que atraquen con la caridad cristiana que suele adornarle. 

Y ellos atracan ahí sus barcos, en medio de la inmundicia, y son, a su vez, atracados por una Autoridad Portuaria que les obliga a pagar, como señora feudal de hogaño, un auténtico potosí sin devolverles nada a cambio ni prestar servicio alguno. Ni limpia, ni vigila, ni les proporciona agua ni electricidad, ni servicios donde hacer sus necesidades, cuando aprietan, con un mínimo decoro. Ni siquiera les provee de un muerto en donde amarrar sus barcos. 

Se lleva su dinero por nada. Ni siquiera les toca la guitarra, los bongos o cantan, como hacía Mark Knopfler, Money for nothing. 

Y debe ser cosa de Carboneras esa afición de andar sobre las aguas, como en otros pueblos de la provincia se hace por carreteras comarcales para bajar el colesterol, pues que queridísimos míos, no el hijo de Dios, sino el sobrino de Cristo Fernández y el mismo Cristo redivivo, han decidido caminar por las procelosas aguas de los tribunales en su afán de atajar los caminos de la política municipal. Pero mientras que las peripecias del otro Cristo las contaban cuatro evangelistas, cuatro, las de este Cristo carbonero y su descendencia política las sabemos por la pluma homófila de un narrador anónimo. Todo apunta que el mismo biógrafo del laborioso Venancio. Más les valdría hacerse con los servicios de aquél del Mío Cid o el del Lazarillo de Tormes. Pero de estos aguandantes hablaremos otro día, que por hoy, ya vale.

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