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Medio siglo atrás (Urbanismo en Mojácar 2)

CLEMENTE FLORES

28·01·2016

Para entender la historia reciente del urbanismo de mi pueblo hay que manejar simultáneamente al menos tres elementos: las ideas teóricas del urbanismo de la burra, la concentración de poder valiéndose del control social y la presión de los intereses privados generalmente de tipo especulativo. 

EN EL ANTERIOR artículo hablábamos de las bases teóricas del urbanismo mojaquero y hacíamos un homenaje a la burra, como referente y base canónica de su ideología inspiradora. Sabiendo que la fe puede mover montañas, no podemos dejar de entender que la ideología no es suficiente para explicar todas las peculiaridades del proceso urbanístico que ha tenido lugar durante el largo período transcurrido de más de cincuenta años de duración, que se inició al comenzar la década de los sesenta. 

Cuando los rusos nos habían mostrado por primera vez la cara oculta de la luna y teníamos un nuevo Premio Nobel en medicina, el Doctor Severo Ochoa, cuatro millones de turistas nos visitaron. Alguien en los círculos cercanos al poder, en Madrid, podía vislumbrar que el turismo podía ser un negocio interesante, pero Mojácar era, en esa época, una montaña llena de cascotes donde apenas quedaban en pie unas 150 casas de las aproximadamente 1.500 que había tenido habitadas a principios de siglo. 

Hay que tener presente esta imagen diaria y la certeza con que la población presentía que tarde o temprano iba a desaparecer, para entender la forma en que se desarrolló el proceso posterior y cómo influyeron en él con distinto peso, otras variables como las Leyes y el Control Social. En general, las leyes en los temas objeto de su competencia, claramente prevalecen y se imponen sobre el control social, que no rivaliza o compite con ellas. Aquí no ha sido así. 

Si a todo lo anterior unimos el peso y la presión de la iniciativa privada, movida fundamentalmente por fines especulativos y ganancias a corto plazo, no es tan difícil entender que las leyes vigentes en cada momento se interpretasen y se cumpliesen aquí de una forma “sui géneris” a libre conveniencia, como iremos viendo. 

El control social es un fenómeno, propio de sociedades y grupos cerrados poco evolucionados, que tiende a desaparecer conforme los grupos sociales aumentan de tamaño e intensifican sus relaciones con otros grupos. El control social es inconsciente, se manipula por conveniencia de los grupos de interés y funciona como la atmósfera de aire que inunda e impregna todas las cosas, permaneciendo imperceptible para los ojos. La historia mojaquera del último medio siglo no puede entenderse fuera de este contexto. 

El lugar donde uno nace, entendiendo el lugar como el espacio físico y el medio social, le condiciona para toda la vida. Si Montesquieu hubiese nacido en Mojácar a lo largo de este último medio siglo, no hubiese escrito “El Espíritu de las Leyes”, porque mirando su Ayuntamiento no hubiese nunca podido concebir la separación de poderes como la concibió. Sin querer compararme con D. Charles Luis, después de muchos estudios y muchos años, he de reconocer que con mi teoría del urbanismo de la burra, que es a lo más que he llegado, no voy a pasar a la historia. Sin embargo, igual que se entiende lo de la burra, puede entenderse lo que son los personalismos de tintes caciquiles, donde el poder y la toma de decisiones se concentran en un reducido grupo de personas. Entre ellas hay una visible, que suele dar la cara, que es el alcalde o la alcaldesa, según toque en cada momento. 

El ejercicio de un poder autoritario-caciquil de este tipo, contrario al espíritu de las leyes en vigor, necesita para mantenerse convivir con un sistema férreo de control social. El control social se ha ejercido desde siempre por los poderes públicos, las religiones, o por ambas instituciones unidas para establecer códigos de conducta, a veces irracionales, presionando sobre la conciencia. Uno de sus grandes teóricos ha sido el antropólogo Malinowski, que realizó múltiples investigaciones viviendo entre los nativos de las Islas Trobiand. 

Si Malinowski hubiese pasado por Mojácar se hubiese ahorrado el viaje hasta el mar de Salomón para estudiar la fuerza que ejerce el poder social sobre las decisiones individuales. 

El control social a que me estoy refiriendo, es un control coercitivo que, como acabamos de decir, actúa presionando sobre la conciencia de las personas, y que se consigue entremezclando intereses y oportunidades de forma personal y poco racional. El control en estos casos pasa a ser un control extravagante, fácilmente manipulable por los grupos de interés. Sus explicaciones justificativas, a lo sumo, se encuentran en la anomia. 

Cuando se consigue, se evitan y soslayan los controles racionales, e incluso los controles legales y también se refuerza tratando de eliminar los “malos ejemplos” que pudieran derivarse de personas influyentes de base cultural distinta, que no aceptan este tipo de control. 

¿Cuántas personas adornadas de cualidades excepcionales podrían haber llegado a ser “mojaqueros de hecho” si no hubiesen funcionado esos controles? 

Para entender la historia reciente del urbanismo de mi pueblo hay que manejar simultáneamente al menos tres elementos: las ideas teóricas del urbanismo de la burra, la concentración de poder valiéndose del control social y la presión de los intereses privados generalmente de tipo especulativo. Sólo en última instancia y a distancia, podríamos recurrir a las leyes, puesto que el urbanismo local ha simultaneado elementos y pautas normativas con otras, incluso contrarias a la ley. 

Son conductas que por efecto del control social, no llegan a considerarse oficialmente deplorables y que, incluso, han dirigido y pilotado el proceso urbanístico. Las cosas hubiesen ocurrido de otra forma si hubiese mediado o intervenido la justicia deteniendo, enjuiciando y condenando a los infractores en casos públicamente conocidos, aireados e incluso denunciados. ¿Cómo explicar que haya ciudadanos que opinen que es mejor permanecer al margen de la maquinaria judicial que ejercer sus derechos? 

1960. El pistoletazo de salida 

En sus orígenes como núcleo urbano, Mojácar estuvo asentada en un cerro-testigo aislado, situado junto al río Aguas frente a su actual emplazamiento. Por motivos de seguridad el emplazamiento se abandonó durante la dominación musulmana y la población se asentó en el emplazamiento actual, ocupando la zona que dominaba el valle y permanecía oculta a los posibles atacantes, que por mar llegaban del sur. 

Los musulmanes que fundaron Mojácar eran nativos que recogieron toda la experiencia constructiva y vivencial heredada de siglos atrás, y así, la dejaron a los cristianos a finales del siglo XV. La ciudad original era un recinto murado, cerrado, que aprovechaba las paredes traseras de las casas para formar la muralla. Tenía una estructura urbana muy simple, en la que destacaba una calle principal, la actual Calle de Enmedio, de la que salían varias calles angostas, que casi siempre acababan en callejones ciegos. 

En la puerta de entrada existía una pequeña plaza, la actual Plaza del Caño, que se utilizaba como mercadillo, de forma que los vendedores foráneos, acabada su venta, salían de la ciudad sin necesidad de mezclarse con la población. 

Los cristianos que ocuparon el lugar se lo encontraron todo hecho, pero como portadores de una nueva concepción de la ciudad abrieron una puerta en la muralla e iniciaron la construcción de una Plaza Mayor (La Plaza Nueva) y de un encantador paseo de circunvalación, que con el tiempo se llamaría “La Glorieta”. La primera servía para celebrar fiestas y el segundo para paseo, parada militar y vigilancia del campo. 

En la plaza se construyó una primera iglesia (una pequeña ermita con techo de madera), que se utilizó como tal hasta que la antigua mezquita se acondicionó para iglesia. 

Estos cambios no hicieron desaparecer las funciones que la población expulsada había dado a la calle o la plaza de entrada, que siguieron aprovechándose de igual manera y con los mismos fines. 

Cuando bastante tiempo después el pueblo creció, no le importó ya superar el recinto amurallado y extenderse hacia el castillo, ya caído por el terremoto de 1518, y traspasar el arrabal hacia S. Agustín y El Espíritu Santo. Su cultura y su idea de la ciudad estaban más cerca de la heredada de los musulmanes que de la “castellana” aportada por sus antepasados, y por eso no existía a principios del siglo XX discontinuidad entre lo viejo y lo nuevo. (Entre 1870 y 1900 Mojácar tuvo una población superior a los 6.000 habitantes, similar a la que tiene hoy. El 80% de la población vivía en aquella época en el núcleo urbano). 

En el año 1960 Mojácar llevaba cincuenta años perdiendo población, y contaba con 2.146 habitantes de derecho, que no de hecho. 

Había mojaqueros emigrados en los cinco continentes, pero sobre todo en Cataluña. Olesa, Berga, Tarrasa, Barcelona y muchas otras ciudades catalanas acogieron, y no siempre de buen ánimo, a miles de mojaqueros. 

La emigración y el abandono de la agricultura produjeron una especie de bucle que, como pescadilla que se muerde la cola, se retroalimentaba y se hacía imparable. Desaparecían las escuelas rurales por falta de niños y los niños que quedaban tenían que emigrar porque no tenían escuelas. Las casas de piedra y yeso que quedaban en pie servían de entretenimiento a los niños, que osadamente jugaban rivalizando por tirarlas. 

Sus fragmentos esparcidos o amontonados obstaculizaban las calles que quedaban intransitables para siempre. 

Los primeros turistas que llegaron preguntaban las causas por las que la aviación había bombardeado el pueblo, porque el foráneo no podía encontrar explicación más convincente. 

Todo cambió de la forma más inesperada en 1960, cuando nadie daba un duro por la supervivencia del pueblo. El cambio, a mi modo de ver, tuvo mucho que ver con dos personajes distintos en todo e igualmente especiales. 

El primero de ellos era un curioso ser de melena blanca que, como agente de viajes, trabajando en la Costa del Sol malagueña, llegó hasta Mojácar y vislumbró unas posibilidades turísticas que nadie había visto jamás. 

Se llamaba Rafael Lafuente y los mojaqueros le apodaron Míster Jarapa. 

El segundo personaje era un molinero y comerciante del pueblo que contaba 48 años y fue nombrado alcalde en el Chalet del Duende el verano de ése año. 

Se llamaba Jacinto Alarcón, era amigo de mis padres y padre de mis amigos. Con él, la mesa donde despachaba el alcalde se trasladó desde el Ayuntamiento, donde seguía el secretario D. Pedro Masegosa, hasta el bar que Francisco Haro había abierto en la Plaza Nueva. Es una forma de hablar porque realmente no necesitó nunca mesa de despacho. Ese mismo año mi hermano Francisco, que tenía nueve años, salió de Mojácar para aprovechar la beca que yo dejaba. Es Doctor Ingeniero de Caminos Canales y Puertos y, el primer mojaquero que ha conseguido ese título. Antes de salir asistió, como testigo, a la entrega del poder a Jacinto y hoy, todavía, recuerda todos los detalles del momento. 

Ha pasado más de medio siglo y el camino ha sido largo para todos y distinto para cada uno. 

Desde la óptica y la situación actual es difícil entender y mucho más explicar lo que pasó a continuación. Seguiremos tratando de contarlo.

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