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Los últimos 70. Franco ha muerto. PGOU de Mojácar (7)


CLEMENTE FLORES
28·03·2016

Muchos problemas actuales, pienso por ejemplo en El Algarrobico, se empezaron a gestar mucho tiempo atrás, cuando se funcionaba, un día sí y otro también, al margen de las leyes hasta “conseguir que la costumbre de incumplir las leyes llegase a ser la ley que más se cumpliese”

En la política y el urbanismo mojaquero no hubo transición. Sólo hubo tránsito. 

El diccionario de la RAE define transición como “acción de pasar de un modo de ser a otro distinto”. En España, cuando hablamos de transición nos solemos referir a un periodo de tiempo que comienza en 1975 con la muerte de Franco y que acaba cuando se estabiliza el cambio político que, renovando leyes y creando instituciones, consiguió implantar y consolidar un régimen democrático de nuevo cuño. Muchos autores suelen hacer coincidir el final de la transición con el célebre asalto del Coronel Tejero al Congreso en febrero de 1981. 

En anteriores entregas, hemos llegado a la conclusión de que el urbanismo mojaquero anterior a 1975 se caracterizaba por el incumplimiento de las leyes del suelo, hasta el punto de que todas las edificaciones alejadas del antiguo núcleo de población, construidas durante quince años ininterrumpidos, eran ilegales. 

A la muerte de Franco se produjeron grandes cambios sociales y las leyes, incluyendo las urbanísticas, fueron revisadas y sustituidas, pero en Mojácar, en esos años, y en materia de gestión urbana, apenas se produjo transición o cambio alguno. 

Por eso, con relación al urbanismo local, los años que transcurrieron durante la transición política fueron de tránsito y no de transición, porque el modo de entender las leyes y de soslayarlas siguió siendo el mismo. 

Por extraño que parezca, las nuevas leyes fueron ignoradas y trastocadas a beneficio y antojo de los agentes urbanísticos, constructores, promotores y autoridades que actuaron libremente a su antojo sin que nadie mostrase el mínimo interés en cambiar. 

Cuando llego a este punto del relato me sorprendo a mí mismo, situado ante una realidad vivida que nunca había visto tan clara como ahora que mezclo y analizo recuerdos y documentos. Me parece mentira que durante más de veinte años todo el proceso urbanístico de Mojácar y de buena parte de la comarca se haya desarrollado al margen de la ley y que luego, como tendremos tiempo de ver, se hayan utilizado las leyes de forma tan sectaria como se ha hecho. Un día me dijo Sáenz Oiza que el urbanismo es la mejor grafología de la cultura de un pueblo y, en consonancia con ello, en la historia del urbanismo mojaquero están las raíces de los problemas presentes y las explicaciones a las soluciones que se nos proponen. 

Muchos problemas actuales, pienso por ejemplo en El Algarrobico, se empezaron a gestar mucho tiempo atrás, cuando se funcionaba, un día sí y otro también, al margen de las leyes hasta “conseguir que la costumbre de incumplir las leyes llegase a ser la ley que más se cumpliese”. Creo, aunque no queramos mirarlo o verlo así, que la costa está plagada de “algarrobicos”. 

La memoria vale para aprender del pasado, pero en general es selectiva y tendemos a olvidar lo reprobable o lo que nos incomoda de forma consciente o involuntaria. 

Lo peor de esta amnesia es que suele venir acompañada y seguida de la construcción de una memoria ritualizada sobre una falsa identidad colectiva, y en el espacio en blanco, el de la historia borrada y manipulada, se intentan escribir las mismas mentiras y justificaciones sectarias que en su tiempo escribieron los que con los años han intentado devenir en personas honorables de bolsillos repletos con ganancias fáciles. 

La tarea del que escribe sobre el pasado es, en parte, elaborar un antídoto parcial para el olvido del pasado público, cuando los intereses generales fueron suplantados por intereses particulares. 

Hoy, estamos ante ¿un nuevo PGOU? donde se propone una burda reproducción de la ignorancia y de los intereses estrictamente personales que han acompañado siempre la historia del urbanismo tradicional mojaquero. 

Mojácar, como si fuese un pájaro multicolor atacado por virus y parásitos, cada día pierde sus plumas más bonitas y agranda las calvas que fueron apareciendo en sus deformadas alas, porque los parásitos viven de ella chupándole la sangre. 

Uno piensa que el silencio significa la conformidad y la conformidad continuismo y repetición de las mismas actitudes y procesos. Podía ser transición y se pretende que vuelva a ser tránsito. Por eso pretendemos contar lo que sucedió. 

1975: EL AÑO EN QUE PUDO SER 

A las 5.25 de la mañana del 20 de noviembre de 1975 murió de paro cardiaco, en Madrid, en la residencia sanitaria La Paz, Francisco Franco, próximo a cumplir 83 años y aquejado desde hacía tiempo por la enfermedad de Parkinson. 

El luto, la inquietud y la angustia fue el sentimiento dominante en la población española en los días que siguieron a la muerte del hombre que presidió la etapa más larga y más cambiante de la historia moderna de España. La guerra civil era como una nube fantasmagórica a la sombra de la cuál habíamos crecido la mayoría de los españoles que ya éramos mayores de edad. 

Durante casi cuarenta años Franco había asumido la institución de Jefe Supremo del país, siendo base y vértice del sistema de gobierno y reuniendo todas las atribuciones estatales, respondiendo de sus acciones sólo “ante Dios y ante la Historia”. 

Instalado a través de una legitimidad de origen bélico, estaba apoyado por la mayoría de españoles pertenecientes fundamentalmente a los sectores sociales sublevados en el 1936, bastantes clases medias y por una extensa población agraria. Durante todos esos años había mantenido una continua frialdad represiva contra sus oponentes, a los que silenciaba en el interior o los forzaba a vivir en el exilio. 

Las dos terceras partes de los 34 millones de españoles del año 1975 no habíamos conocido otro tipo de sistema político que el que había nacido como “régimen de emergencia” en 1939. 

Dos días después de morir Franco, el 22 de noviembre, y cuando aún no había sido enterrado, Juan Calos I juró como rey de todos los españoles. La transición iba a llegar y, como declaró algún líder de la oposición clandestina en aquella época, “los hechos nos han cogido en calzoncillos”, lo cuál no es sino una constatación de que nadie podía prever otro fin para el Dictador que no fuese la muerte natural. 

El día 22, estando su cadáver expuesto en el Palacio de Oriente, recuerdo que me quedé asombrado al contemplar, paseando por el Paseo del Prado, a varios kilómetros del Palacio, una interminable cola de personas, de cinco en fondo, a la cuál continuamente iban sumándose otras personas. El objeto de todas ellas era simplemente pasar por delante del cadáver y rendir homenaje al muerto, haciendo sobre la marcha una leve inclinación de cabeza, como nos mostraba continuamente la televisión. Cuentan las noticias de entonces, que fueron medio millón de personas las que pasaron ante el cadáver para rendir su último homenaje en una larga fila itinerante, de cuyo extremo final, en un momento dado, fui testigo. 

Cuento esto porque tiempo después, también he sido testigo de miles de testimonios de personas que públicamente y para “dejarlo claro”, a bombo y platillo han publicado que siempre habían sido antifranquistas, y que se habían pasado la vida luchando contra Franco para traernos las libertades. Ambas cosas a la vez dicen mucho de las veleidades con que se mueve la fidelidad que crean la política y el poder. 

Cuando murió Franco, las manecillas del reloj de la historia marcaban las horas del cambio y el cambio, en aquellos momentos como ocurre en otros, daba miedo. El miedo, por libre que sea, era en buena parte infundado y cuando recuerdo haberlo visto, en la cara de muchos españoles de la época, pienso que entonces y ahora tenemos demasiada poca fe en lo que somos y valemos. 

Ni las ciudades, ni la cultura, ni las mujeres, ni los curas, ni los jóvenes ni los viejos eran los mismos en 1975 que en 1936 y, ésas y no otras, fueron las razones del cambio político, sin precedentes en la Historia de España, que se gestó tras la muerte de Franco. 

La llegada de un régimen democrático trajo consigo la creación de un sistema o entramado legal donde se soportase la estructura del estado, lo cual implicaba, a su vez, desmontar el sistema legal anterior. 

El punto culmen del cambio era lograr una ley, la Constitución, que sirviera de base y referencia del resto de las leyes. Desde que en septiembre de 1977 se reuniera la ponencia constitucional se tardó un año en redactar un borrador de la Constitución y otro año en aprobarla por Referéndum, el 6 de diciembre de 1978. 

En su preámbulo, la Constitución señala la voluntad de “consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular”. Muchos españoles de buena voluntad creímos, a pie juntillas, que era un principio compartido por todos y por eso escribimos con dolor lo que hoy escribimos sobre nuestro pueblo y vivimos con desgarro los avatares que viven otras tierras del país. 

La Constitución, en su artículo 2, reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran, y como consecuencia la Autonomía Andaluza se constituyó el 28 de febrero de 1980 accediendo a ella a través del artículo 151 de la Constitución. 

En el tema de urbanismo y antes incluso de que estuviese constituida, se traspasaron a la Junta por medio del RD 698/1979 (arts. 30 y 31) todas las competencias atribuidas al Estado en el texto refundido de la Ley del Suelo de 1976. De ello hablaremos en su momento. 

Y CAMBIÓ DE ALCALDE 

Siguiendo lo estipulado en la Ley 41/1975 de 19 de noviembre del Estatuto de Régimen Local, el nuevo alcalde de Mojácar debía ser elegido por los concejales y no por el Gobernador Civil, como había sucedido desde la guerra. 

Jacinto Alarcón, con buen criterio, rehusó presentarse a la elección para la que se postularon dos de sus concejales. Su entrega y disposición altruista ha sido siempre alabada y reconocida por todos. Ausente Jacinto y llegado el momento de la elección, de los seis concejales, dos de cada tercio (familiar, sindical y corporativo), cuatro eligieron a Francisco González como alcalde el 25 de enero de 1976. 

El nuevo alcalde, procedente de una amplia y respetada familia trabajadora, no vinculada a la política, dejó el palustre en 1966 para ser concejal por el tercio corporativo y se transformó en empresario de la construcción. Fue alcalde durante la transición y después hasta 1985. Ganó las elecciones del 79 militando en la UCD y volvió a ganarlas en 1983 militando en el minoritario CDS. 

Rodeado de alcaldes socialistas, en un pueblo asiduamente visitado por los líderes nacionales del partido del Gobierno, fue apeado del cargo por una moción de censura. 

Su preparación para el cargo la había obtenido básicamente ejerciendo de concejal y de teniente de alcalde en la época de Jacinto. Su entrada en la política, relatada por él mismo fue porque “Jacinto empezó a tener problemas… yo no estaba en la política, ni me preocupaba, ni entendía lo más mínimo, ni me preocupaba, ni quería…”, cuenta Mónica Fernández. 

Francisco González, Paco, había sido mi compañero de pupitre en la escuela nacional de Mojácar.

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