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La verdad y la belleza

JUAN L. PÉREZ TORNELL

19·07·2014

Los guapos y las rubias arrastran el estigma o sambenito de que se les atribuya - felizmente se admite prueba en contrario- una inteligencia más bien roma. Un criterio de equidad nos impulsa a los envidiosos a pensar que la naturaleza o la divinidad, por pura compensación y justicia distributiva, no pueden depositar tan preciados dones en las mismas cabezas sin destruir el equilibrio ecológico de la sacrosanta igualdad.
De ahí el acertado dicho “el que no lo tiene en la pata, lo tiene en la oreja”, que ofrece un cierto consuelo a feos no necesariamente inteligentes.
En estos tiempos interesantes y frívolos, de tanta imagen y tan poca letra, ser guapo cotiza al alza incluso en terrenos tan aparentemente ajenos a la belleza como la gestión política.

Hoy día sería difícil que D. Manuel Azaña hiciese fortuna entre nuestros contemporáneos pese a sus dotes oratorias y su capacidad y finura intelectuales: era feo, las cosas como son, y su elocuencia, y su inteligencia, más que presunta, evidente, no bastarían para contrarrestar a candidatos físicamente más atractivos. La política tiene en nuestros días mucho de escaparte y poco de cocina.
En eso hemos perdido. La sociedad de la imagen y el marketing publicitario ha acabado por invadir estos ámbitos que, como digo, en principio deberían ser, al menos, neutrales respecto al aspecto físico de sus agentes. Pero no. No lo es y todos lo sabemos. La televisión, desde el mítico debate entre Kennedy y un patibulario Nixon, impone su ley. Incluso la voz aflautada de Garzón le expulsa de la política. Los políticos son más bien perfectos maniquíes impecablemente trajeados que repiten con perfecta prosodia frases vacías como salmodias tibetanas.
Es de agradecer que esta tendencia no haya invadido otras estancias y que por el momento no existan concursos de belleza para elegir a Académicos de Historia o Catedráticos de Teología. Todo llegará, probablemente.

Ahora el Partido Socialista acaba de elegir en un democrático proceso de primarias a su secretario general o líder en crisálida, para atravesar, con él a su frente, un desierto que se presume duro y difícil. Ha elegido al guapo y telegénico frente a los otros candidatos, menos agraciados.
Hay una extraña mercadotecnia del político que lo asocia a determinados rasgos o adminículos cada vez más simples: en el caso de Zapatero sus cejas singulares, en el caso de Madina he visto una campaña que giraba en torno a sus gafas.
¿En qué ha quedado el discurso político, la propuesta social?
Yo la verdad es que no veo diferencias entre uno y otro más allá de lo que es obviamente visible. He intentado discernir entre sus respectivos discursos, puramente políticos e igualmente vacíos, y, si fuera elector, reconozco que no sería capaz de distinguir las propuestas sociales o políticas de uno u otro.
También creo, firmemente, que eso mismo le sucede a un elevadísimo porcentaje de los militantes-electores, que han tenido que elegir apresuradamente entre tres desconocidos, lo que me lleva a pensar, algo malévolamente, que se ha impuesto la belleza, a falta de desentrañar otros méritos menos visibles, y cuyo análisis exige un tiempo del que no se ha dispuesto.

“La belleza es verdad y la verdad belleza/Nada más se sabe en esta tierra y nada más se necesita saber” se dice en un poema de John Keats.
Puede que los elegidos y los electores tengan en cuenta estas románticas consideraciones, sobre otros conceptos más ordinarios, como la estructura del Estado, la seguridad jurídica, la regulación asfixiante de todo, el deplorable estado de la justicia española, la ausencia de garantías judiciales por exceso de garantías judiciales, el despilfarro, primo hermano de la corrupción, y otras vulgaridades semejantes, y prefieran la evanescencia de la poesía frente a la rotundidad de la prosa.


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