AMANDO DE MIGUEL
22·10·2015
EL TIEMPO PASA sin anunciar su prisa, dicen los que saben. Vamos a celebrar pronto los 40 años del tránsito de Francisco Franco. Algunos no se han enterado todavía de una constante cronológica: los regímenes en España duran 40 años. Así el de Franco y así la Transición Democrática. Lo malo es que de ese hecho no parecen haberse enterado los actuales líderes de los partidos que han gobernado en la Transición. Unos y otros consideran ingenuamente que sus adversarios son ellos solos. No es así. Quieran o no, van a tener que contar con los llamados partidos emergentes; los cuales, para mal y para bien, van para arriba.
Lo lógico sería esperar una alianza defensiva del PP y del PSOE (al estilo alemán), pero eso será lo último que se les ocurra. Sus respectivos mandamases se desprecian. Allá ellos. Una “gran coalición” PP-PSOE tiene en España el porvenir del motor diésel. Podrá ser muy eficiente, pero contamina mucho.
No sé cómo se va a llamar el régimen que ahora comienza, pero sí cavilo que el esquema de partidos políticos va a diferir mucho del que hemos conocido. De momento no lo parece, pues los líderes de todos los partidos son conservadores en el peor sentido de la expresión. Mantienen una organización y unos principios que poco o nada difieren del esquema de la Transición. Por ejemplo, todo ellos pretenden seguir siendo subvencionados por el Estado. Lo que es más grave, todos ellos se aferran a una estructura oligárquica, en la que cuenta sobre todo el “aparato” y sobresalen las personalidades de los que mandan. Es decir, seguimos con una democracia de partidos, la que hemos disfrutado o padecido durante los últimos 40 años.
De nada vale que a los “llamados a las urnas” nos consideren “ciudadanía”. Eso está bien para los discursos. Realmente seguimos siendo súbditos, vasallos, contribuyentes. Además, “ciudadanos” parecen ser sólo los de un partido. Nos gustaría ser “pueblo”, una hermosa palabra en desuso. En español la voz “pueblo” indica tanto la pequeña localidad física como sus habitantes. No importa que los paisanos le den a uno de lado. Uno es de su pueblo chico y de su pueblo grande (la patria). Podrá dar tumbos como emigrante o como semoviente, pero las raíces resultan indestructibles.
Si los españoles todos fuéramos “pueblo”, nos harían más caso, no solo para votar o para dar nuestra opinión en las encuestas. Quizá desapareciera la peor lacra que arrastramos desde hace mucho tiempo: la idea de que la carrera política es para enriquecerse personalmente. La fiesta nos sale cara.
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