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Sobre Antonio Pérez, Pateta y un panadero de Londres

SAVONAROLA

04·07·2016


Si infinitas son las advocaciones de Dios nuestro Padre, otras tantos apelativos tiene el demonio para ser nombrado, hermanos míos.

Es muy común, y sé que vosotros, queridos hijos, tal como yo hago a menudo, utilizáis la expresión ‘meter la pata’ para referir un fallo o torpeza cometida inoportuna o equivocadamente por alguien. 

Sé, además, que con más frecuencia de la que deseáis y es menester, sois y soy quienes erráis o yerro, pero no estoy muy convencido de que estéis al punto sobre el origen de dicha locución. 

Son más los que apuntan que la ‘pata’, a la que se refiere el dicho, no es otra que la extremidad, a veces pierna, de un animal, y que la expresión está directamente relacionada con el acto en el que éste la introduce y cae en una trampa colocada por un cazador, quedando apresado. 

Pero, como suele ocurrir, amadísimos hermanos, también hay quienes sostienen otros argumentos que le dan a la expresión un origen y significado totalmente diferente al anterior y que toman como referencia al mismísimo demonio. 

Así es, y la razón última en que se aferran quienes tal arguyen lo encontramos en el hecho de que son muchas las localidades españolas en las que se utilizaba popularmente, e incluso aún se sigue haciendo, aunque en menor medida, la palabra ‘Pateta’ para referirse al diablo. 

Esto hace que nos encontremos con otro dicho muy utilizado antiguamente, y prácticamente en desuso, que era ‘mentar a Pateta’ o, lo que es lo mismo, ‘nombrar al diablo, lo cual ha llevado a algunos sesudos y expertos etimólogos a señalar que muy probablemente se trate de la misma expresión que, habiendo sufrido una lógica transformación a lo largo de los años debido al boca a boca y popularización en el lenguaje cotidiano, ha mutado el primitivo ‘mentar’ por ‘meter’ y a ‘Pateta’ por la ya mencionada ‘pata’. 

Si hacemos caso a este origen como el adecuado para la expresión, evidentemente como jerga de la cultura popular, nos encontramos que cuando ‘metemos la pata’ en algo, es decir, cuando cometemos una torpeza inoportuna, ésta no es más que una travesura realizada por el mismo diablo, quien está inmiscuyéndose en nuestros asuntos. 

Meteduras de pata ha habido, a lo largo de la historia, de todos los tamaños y colores. Tal vez una de las más devastadoras fue la que metió Thomas Farriner, un panadero de Londres una noche de 1666, año que contenía la firma del mismísimo Lucifer. Nuestro hombre olvidó que había dejado algo en el horno encendido de su tahona y, cuando vino a darse cuenta, sobre la medianoche de aquel 2 de septiembre, el fuego había arrasado su humilde establecimiento de Pudding Lane y acabaría, tres días después, con 13.200 casas, 87 iglesias y las sedes de 44 gremios. 

Tal vez recordaréis, hijos míos, que el 11 de noviembre de 1918 fue la última jornada de la Primera Guerra Mundial. A pesar de que el armisticio se firmó a las cinco de la mañana, 11.000 hombres fueron heridos o asesinados en las horas siguientes hasta que éste entró en vigor, una cantidad superior a la de los caídos en el ‘Día D’ de la Segunda Guerra Mundial. Muchos de ellos fueron conducidos al frente por militares que estaban al tanto del armisticio, pero querían conseguir una última victoria. Es el caso del general William W. Wright, que perdió a 365 soldados y se justificó aduciendo que quería tomar los baños de Stenay, en Lorena, para que sus tropas pudiesen refrescarse. 

Y, por poner un ejemplo de nuestra historia, os diré que, como ya sabéis, 1898 no fue un buen año para España. Y no sólo por lo que pasó en Cuba, sino también por lo que aconteciera en el otro extremo del mundo, concretamente en Filipinas. 

Aunque, en principio, en la bahía de Manila se iban a encontrar dos armadas, la estadounidense y la española, bastante equilibradas –cuatro cruceros y dos mercantes por parte de los americanos y siete cruceros por la española– el mal estado de los navíos patrios, la escasa preparación de las tropas y un despliegue poco apropiado con el objetivo de que la ciudad no quedase dañada, terminó en un desastre ocasionado por la confusión. Aunque el comodoro Dewey norteamericano ordenó retirarse porque pensaba que no tenía suficiente munición, el oficial al mando de nuestra flota, por apellido Montojo, ordenó abandonar dos barcos y se retiró dándose por vencido, lo que terminó provocando la derrota y su posterior enjuiciamiento. Los americanos sufrieron 13 bajas, mientras que los españoles perdimos 77 hombres y el control de la bahía de Manila, lo que llevó a los filipinos a la sublevación. 

Podéis, y seguro que encontraréis, mis más dilectos discípulos, infinidad de muestras de errores y equivocaciones cometidas por todos aquéllos que han tenido cierta responsabilidad sobre sus semejantes. 

Algunos de ellos lo han reconocido públicamente. Es el caso de nuestro rey emérito, don Juan Carlos I ¿quién no recuerda aquél “lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a suceder”? 

Los hubo que erraron tantas veces que, además, ganaron la reconvención de alguno de sus predecesores. Tal fue el caso de don José Luis Rodríguez Zapatero, sobre quien otro don, Felipe González, dijo que “rectificar es de sabios y hacerlo todos los días es de necios”. 

Y, finalmente, los hay que es mejor que no se esfuercen en corregir lo hecho o dicho. Tal es el caso del líder de la oposición antusa, Antonio Pérez que, tras haber firmado una frase para las antologías del disparate político, de las de esculpir en mármol, granito o cualesquiera otra noble roca, como fue que “el empleo y la actividad económica deben prevalecer por encima de la ley, los albardinales, el esparto y los lagartos”, quiso arreglar la cosa de fuerte como sonaba. 

Sucedió, hermanos míos, lo que suele acontecer en semejantes situaciones, que por salir de un jardín, fue a meterse él solito y sin ayuda en otro con más mayúsculas, pues si poco estético queda que un paladín de lo público someta el ordenamiento legal de un país a cualquier otro concepto o capricho, acusar a dos rivales de corrupción con la que está cayendo, más que pisar un parterre suena a preámbulo de reja. Para uno o para un par, que no son cosas de dejar en el aire. Y, por ahora, dejemos la cosa tal que está, porque de momento, vale.

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