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Mensaje en una botella

JUAN LUIS PEREZ TORNELL

22·12·2016


EL VETERANO COLABORADOR de “Actualidad Almanzora” D. Clemente Flores se lamentaba hace algún tiempo del escaso eco que encontraba en las propuestas o críticas razonadas que a través de sus artículos, todos ellos muy trabajados, lanzaba a sus paisanos o lectores. Y se preguntaba, con un punto de melancolía, o eso me pareció, acerca de la utilidad de escribir en estos tiempos e intentar el debate literario o ensayístico cuando no hay contrincantes que le contradigan, le jaleen o le desafíen a un duelo a primera sangre por sus opiniones. Eso pasaba antes. Para bien, o para mal, ya no pasa. 

¿Para qué escribir entonces? He leído con retraso, y con placer, el libro del señor Flores “Nacer en los cuarenta” y creo que la respuesta a su pregunta está en todos esos pequeños saberes y técnicas agrícolas arcaicas y humildes que recoge y describe, de primera mano, minuciosamente. Saberes que ya pocos conocen y que sin la adecuada transmisión oral, que antes funcionaba, de generación en generación, se acabarían perdiendo, si no se guardan en esas cápsulas del tiempo que son los libros o en los más efímeros artículos que se consumen en autocombustión, en su propia urgencia. 

Escribir es un arte, mayor o menor, dirigido a combatir la muerte, nuestra propia muerte, para conservar el tiempo en el que vivimos y las cosas y las personas que conocimos y desaparecieron. O para evitar que desaparezcan del todo. Para que ese tiempo llegue a un destinatario impreciso e improbable y que tantas veces es el propio escritor. Como los mensajes que en una botella se arrojaban al mar, cuando los mares no estaban llenos de basura y pestilencias varias. Hace años de esto ya también. 

No hay propósito o el propósito no importa. 

Al leer, como se dice en el célebre soneto de Quevedo, vivimos en conversación con los difuntos y escuchamos con nuestros ojos a los muertos. Fantasmas que un día sintieron lo que los vivos sentimos y cuyo destino compartiremos. El hilo que nos une, invisible pero indestructiblemente, con ellos, es sólo lo que dejaron escrito, ignorando que seríamos sus destinatarios, herederos ignotos, a beneficio de inventario, de la materia que nos constituye. 

El orgullo de Machado “Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito” contrasta con su figura humilde de poeta de provincias. El mismo orgullo latía, dos mil años antes, en más de un poema de Horacio, que sabía que sus versos le sobrevivirían a él y, por supuesto, a su amigo Mecenas, cuya riqueza y generosidad, le hizo, de alguna manera, partícipe de la gloria del poeta. 

Pero el orgullo mayor, y el mérito destacable, no está en el genio del escritor, sino en el del lector, que tiene mil puertas, y está en su sagacidad, en su sensibilidad, en su sentido, o acaso en su suerte, elegir la adecuada, la que llega, como la botella con el mensaje, a las manos adecuadas 








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