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El arte no tiene precio

JUAN L. PÉREZ TORNELL

23·02·2014

El gobierno, llevado antes bien por la liberalidad que por el liberalismo, acaba de adoptar una medida fiscal de trascendencia considerable y cuyos efectos sin duda se dejarán notar pronto en la urgente e inaplazable dinamización que precisa nuestra maltrecha economía.

Prestando oídos al malestar generalizado de su electorado, y a las  reivindicaciones de los vecinos de Gamonal, acaba de bajar el IVA a la venta de objetos de arte desde un intolerable y desigual 21 %, hasta un mucho más asequible 10%. Así nos acercamos, explican, a ese concepto, tan impreciso como útil para justificar cualquier decisión, denominado “los países de nuestro entorno”.

Regocíjese pues, señor marqués, si es usted propietario de un polvoriento Miró o un Picasso comido de telarañas: gracias a este oportuno ajuste de la competitividad, dejará en breve de estar discriminado por tan desigual carga fiscal, y podrá darle salida con mayor facilidad a esos cuadros y esculturas de su señora abuela, lo que le permitirá adquirir los humildes aunque imprescindibles garbanzos, o esas patatas con chorizo que tan necesarias son cuando el hambre aprieta. O pagar el carísimo recibo de la luz de su palacete. O llenar de combustible el depósito de su yate. O enjugar el alza previsible y anunciado de la bombona de butano. Que una cosa es ser espiritual y otra espiritado: también hay necesidades acuciantes en la aristocracia española, a la que cada vez cuesta más llegar a final de mes. Y así lo ha interpretado nuestro Gobierno, con su proverbial sensibilidad para atender a los verdaderos problemas de la gente de la calle.

Es posible también que, desaparecidos en la práctica los coleccionistas privados, y puesto que los grandes coleccionistas de obras de arte han sido en los últimos años los bancos y las instituciones públicas, estemos ante un intento desesperado de sanear sus balances, vendiendo las joyas de la abuela, adquiridas con el oro de las Indias, cuando no sabía uno qué hacer con tanto crédito y tanta liquidez. Quizá estén estudiando, al modo del “banco malo”, una “galería mala”, con saldos y ofertas de esas cosas artísticas e incomprensibles que no suele comprar la gente ordinaria, y que entes públicos y bancos deben acumular a centenares, en sus sótanos y mazmorras. Las lenguas de doble filo, en su doblez, buscan tres pies a la medida y dicen que el gobierno y especialmente el ministro de Educación y Cultura desea concurrir, por una vez tranquilamente, a la Feria de Arte Contemporáneo ARCO sin necesidad de esquivar los tomates podridos que ya le están guardando para tan magno acontecimiento.

Aunque tardía, bienvenida sea esta medida. ¿Cómo siendo tan lógica y justa no se ha aplicado antes? ¿Para cuándo una rebaja de esos tipos estrafalarios y desmesurados que gravan la adquisición de esmeraldas, topacios y rubíes? ¿Acaso el gobierno no acepta que el lujo es, ya de por sí, verdaderamente demasiado costoso? ¿No podría financiarse la adquisición de estas cosas tan necesarias, si queremos equipararnos a los países de nuestro entorno, subiendo un poco el tipo del IRPF que paga la gentuza? [pullquote] Prestando oídos al malestar generalizado de su electorado, acaba de bajar el IVA a la venta de objetos de arte desde un intolerable 21 %, hasta un más asequible 10%. Regocíjese, señor marqués, si es usted propietario de un polvoriento Miró o un Picasso [/pullquote]Otro problema, que aunque sugerente no puedo desarrollar por  ahora, y que deberán aclarar los reglamentos e instrucciones correspondientes, sea el de definir qué es una “obra de arte”.

Eso plantea otras cuestiones, casi metafísicas, más propias de los críticos del arte o de la  gastronomía, como por ejemplo “¿por qué media vaca conservada en formol es una obra de arte y un cochinillo segoviano o un cocido maragato no lo es?”. Admitamos que al menos son cuestiones a debatir. Y que por cosas menos relevantes se han constituido comisiones parlamentarias.   La marca España   ESO DE LA “MARCA España” es una de las tonterías más irritantes y repetitivas que se han escuchado desde que Favila se comió al oso, o viceversa. Hemos pasado -visionarios y galácticos- de declararnos una “unidad de destino en lo universal” a convertirnos, para insuflarnos ánimo, en un detergente: España es nueva y lava más blanco. No será la corrupción… Ahora resulta que si una empresa hace un pufo en el extranjero, las consecuencias no las pagan sus responsables o sus accionistas, sino que se resiente “la marca España” y nos va en ello el futuro, y desplazamos con urgencia embajadores y camarlengos para templar gaitas.

Si la selección deportiva de lo que sea gana o pierde, compromete no solo nuestro pasado, sino nuestro presente y el futuro de las generaciones venideras. Si un equipo ciclista se droga como de costumbre, tiemblan nuestras instituciones. ¡Que van a decir de nosotros! Hay gente que cree sinceramente que el mundo nos está examinado permanentemente y con severidad con un ojo crítico que nunca se apaga. Lo que no es cierto, salvo en el caso de los franceses.   En la doctrina penalista se distingue, ya desde los romanos, el dolo bueno del dolo malo. Es decir, el engaño tramado con inteligencia y perversidad, en oposición a la exageración, la mentira piadosa o al “dolo bueno”, que en nuestros días y por excelencia es el publicitario.

En el mundo en el que vivimos, conviene ser consciente de que todo, absolutamente todo, desde la política hasta la actividad económica o social, es publicidad, y esta regido por los principios sagrados de la mercadotecnia. Y por ello no está de más recordar que la publicidad es esencialmente mentira, engañosa, atractiva, seductora, dolosa. Pero es un “dolo bueno”, porque tanto el que lo difunde como el que lo recibe saben que todo es falso: ni las colonias atraen señoritas, ni el astrólogo Sandro Rey y su víctima propiciatoria desconocen que la actividad que los une es un mero pasatiempo, en una relación similar a la que une al político con su votante, basada en la fascinación que el alma sencilla siente ante la presencia y manifestaciones de quien convincentemente dice ser superior, sea Hitler o Sandro Rey.

Precisamente la bondad del dolo aumenta exactamente en la misma medida en la que lo hace la desfachatez o falta de sutilidad del emisor del mensaje o del mensaje mismo, lo que aumenta la responsabilidad del destinatario, en orden a percibir la falsedad que encierran. La marca publicitaria tiene por otra parte características distintas según el paso del tiempo la consolide o la devalúe. Hay marcas efímeras, olvidables canciones de verano, destinadas al corto plazo, para atraer al amante de lo nuevo hasta que éste descubre que el producto nuevo resulta ser en verdad una porquería, con lo que hay que volver a cambiar la marca y tender de nuevo el sedal.

Hay otras marcas “Mercedes”, “Coca-Cola” o “España”, en las que se ha invertido mucho tiempo capital y esfuerzo para malbaratarlas por una gestión apresurada o cortoplacista. Nunca creí que España jamás fuese esa mesiánica unidad de destino en lo universal, que desde luego ya no esta de moda. Tampoco, desde luego, creo que España sea una marca, aunque está de moda insistir en ello hasta la náusea. Las modas hacen oscurecer viejas sabidurías como la de ese refrán castellano que es el horror de cualquier publicista: “El buen paño en el arca se vende”. Sólo cabe constatarlo, qué le vamos a hacer, es el signo mercantilista de los tiempos vernos reducidos a esta triste condición de objeto publicitario. Al final la profecía-maldición de Carlos Solchaga se ha cumplido y somos un país de servicios para los turistas, un enorme chiringuito, una gigantesca tienda de souvenirs que debemos cuidar con esmero de comerciante. Pero me parece que detrás del abuso de la expresión, que se repite como un conjuro, se esconde un indisimulado temor de que la marca se destruya por centrifugación y fragmentación de sus componentes. Una marca tan antigua.
 
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