SAVONAROLA
Queridísimos hermanos
en Cristo, ya sabéis, y no por oírlo a este pobre y humilde fraile, que la
soberbia no es grandeza sino hinchazón y que lo que está hinchado parece grande
pero no está sano. Así lo dijo san Agustín, el teólogo de Hipona que tantas
veces sufrió y se extravió por acomodar las verdades reveladas a las certezas
científicas y matemáticas.
Como ya sabéis, hijos
míos, muy a mi pesar, soy todo un experto en cenizas. Ese pecador español
llamado Rodrigo Borgia que el mismísimo Lucifer y otros enemigos de la Iglesia
alzaron como Papa Alejandro VI, no quiso arrepentirse y enmendar su conducta
incestuosa, pecadora y mentirosa. Ítem más, lejos de enderezarse, pretendió
doblegar a este monje por la vía del soborno. Para ese demonio valenciano, lo
importante no era la reconciliación con sus prójimos y con el Altísimo, sino
acallar al mensajero de Dios que ponía de manifiesto, mostraba y hacía públicas
sus vergüenzas.
Así, ya estáis al tanto
que intentó primero comprar mi silencio colmándome de bienes terrenales que,
como sabéis, nunca me han importado más que la virtud. Después, aquel aciago
día 23 de mayo de 1498, fui llevado hasta la Piazza
della Signoria junto con mis fieles Fray Silvestro de Pescia y Fray Domenico. A
los tres se nos quitó la ropa, fuimos tratados como herejes y entregados al
brazo secular, donde rompieron nuestros cuellos en el garrote vil antes de
arrojarnos a la hoguera levantada en el preciso lugar en que ordené que
ardieran las vanidades del siglo.
Tardé
en quemarme varias horas. Conocéis los versos de Juan Goytisolo: “dijo el
verdugo ante la pira / tan sólo alumbra aquel que arde”. Y a fe que este
desventurado servidor de Cristo alumbró a sus fieles hasta bien después de
muerto. Mis restos fueron sacados y devueltos a la hoguera repetidamente, a fin
de que se redujeran a cenizas y mis partidarios no los trataran como reliquias
ni guardaran de mí recuerdo alguno, pues hays de saber que no poseo más de lo
que conmigo llevo. Cuando quedé reducido a una humilde pavesa, mis cenizas
fueron precipitadas al Arno, al lado del Ponte Vecchio.
Tuvo
suerte mi verdugo, amadísimos hermanos, de vivir y ejercer la profesión en mi
amada Florencia y en aquellos días, pues de hacerlo en éstos y en Mojácar,
hubiera sido reconvenido públicamente por la corregidora de la villa por la
imagen que supone para el municipio que un empleado público que dedica su
tiempo y su alma a limpiar las calles de basura herética como se presumía de
quien os habla, arroje cenizas a la vía pública, bien sea fluvial o adoquinada.
Pero la soberbia, hijos
míos, rara vez muestra la cara, siempre está bajo una máscara, al acecho,
observando a escondidas y con cuidado para no ser descubierta. Finge
cualidades, ideas o sentimientos contrarios a los que verdaderamente tiene.
Existen diferentes tipos
de soberbia. A veces adopta el tipo de una persona abnegada y muy generosa que
nunca piensa en sí misma, sin embargo, manifiesta y repite hasta la saciedad
que “si no fuera por mí, nada se haría, soy la única que hace algo”.
Otras veces simula una
persona muy preocupada, que quiere que se haga justicia, pero no logra
disimular el resentimiento o la indignación producida por el desengaño o por
las ofensas, no conoce el perdón ni es capaz de calmar el disgusto o pena
causados por algo que considera una falta de afecto o una desconsideración.
Una máscara más de la
soberbia es la que aparenta defender la verdad a toda costa y no es capaz de
medir su vehemencia, actúa y se comporta sin tener en cuenta los derechos de
los demás; tiene un deseo irresistible de imponerse o dominar, es la del tipo
de personas que creen siempre estar en posesión de la
verdad.
Soberbia es también la
persona generosa, aquélla que lo regala todo, cuyos obsequios son magníficos,
aparatosos, lujosos, todo lo que da lo hace para que los demás lo vean.
Mas sea cual fuere la cara
que muestre, ya sea la de ruin serpiente del edén tentando a Eva o la de una de
las siete cabezas de la Hidra de Lerna, la que tiene forma de león, la soberbia
siempre es la ruina de su entorno. O, cuanto menos, molestia, tal que le
ocurrió a Heracles, que acabar con el monstruo de Lerna no le computó como
tarea acabada por requerir del auxilio de su sobrino Yelao para culminar el
trabajo encomendado por Euristeo.
Tampoco a Heracles le
hubiera computado como trabajo en su vida laboral la limpieza de las calles de
Mojácar de realizarlo con un purito en la comisura de sus labios, pues no lo
hubiera consentido la Hidra.
Una vez emprendida la
cruzada contra el sonido a deshoras, que bien está si cierto es el ruido, toca
iniciar otra en pro de la imagen, que para eso vivimos en siglo global y
mediático.
Ahora tocará construir
hoteles por docenas y apartamentos por millares, pues las legiones de turistas
que no recibía Mojácar, espantados por la provocativa semblanza del malandrín
técnico recolector de basuras, desechos y residuos sólidos, acudirán solícitos
y prestos ahora que ya no podrá emular locomotoras de antaño.
Sería conveniente, cavilo,
la encomienda a algún cuñado del oportuno y pertinente estudio que sirva para
calcular y ordenar la avalancha de visitantes que se avecina, no sea que la
ingente oleada de turistas pille a su majestad la alcaldesa en bragas y el
espectáculo sea más sobrecogedor y espeluznante, o hilarante y bochornoso, que
el del operario humoso y ceniciento.
Perpetuo esperpento. La
persecución a quienes beben agua en las calles, a muchachas que arman
escándalos con sordina que no consiguen perturbar el sueño de sus prójimas más
próximas que dormían en la habitación contigua, a pertinaces jugadores de
dominó en canícula estival, pudieran ser fruto del diseño de algún genio
publicitario empeñado en que Mojácar acapare las portadas de El Jueves,
Mortadelo o el Charlie Hebdo, más mucho me temo, amados míos, que sea más bien
resultado de otro tipo de soberbia que enmascara la ignorancia y, también, la
incompetencia.
Decía don Francisco de
Quevedo y Villegas que “más fácil es escribir contra la soberbia que vencerla”…
por eso, fiel a mi naturaleza práctica, tal vez me proponga dejar de escribir y
comenzar hoy mismo una batalla para amansarla. Pero sin música, que amén de
prohibirla la ordenanza, es arte que únicamente funciona con fieras. Vale
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