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Cuarenta años

JOSE MARIA MARTINEZ DE HARO

12·12·2015

Permítanme, pacientes lectores, que aborde el relato de unas vivencias personales que entiendo podrían interesar a quienes desde la curiosidad quieren conocer de manera muy cierta los entresijos políticos y misterios que envolvieron la muerte de Francisco Franco. No todo está publicado sobre lo que aconteció aquel día. Y buena parte de lo publicado pertenece a la literatura ficción o al sectarismo ideológico que ha deformado tantas realidades históricas. 

HE LEÍDO VARIAS versiones de este hecho y pocas coinciden con la privilegiada información que en aquellos días disponía Adolfo Suárez y su entorno. Ni la fecha ni la hora de la muerte de Franco están definitivamente aceptadas y es motivo de controversias entre historiadores y documentalistas, siendo el ejemplo más significado la abierta polémica entre dos hispanistas que han publicado este mismo año dos biografías de Franco. Uno es el profesor universitario e historiador, maestro de hispanistas, Stanley Payne en colaboración con Jesús Palacios. Ambos han tenido el privilegio de poder acceder a los archivos personales de la familia de Franco. Y el otro es Paul Preston, significado historiador británico de señalada tendencia anti franquista. Las versiones que aparecen en ambos volúmenes no se parecen en nada respecto a los hechos de los últimos días de Franco, siendo la de Stanley Payne más cercana a la realidad. Preston, incluso, escribe que Franco podría haber fallecido varios días antes del 20 de noviembre y que familiares y políticos de su entorno mantuvieron con los médicos un pacto de silencio por razones de conveniencia política. 

He aquí un breve resumen de lo que yo viví aquellos días. Han pasado cuarenta años. Aquel 19 de noviembre de 1975, un joven periodista nacido en Garrucha compartía mesa de trabajo en un piso de la Plaza de la Basílica de Madrid. Entre bocadillos, platos de queso y jamón, humeantes tazas de café y el denso ambiente del tabaco, Adolfo Suárez nos daba instrucciones en relación a la esperada noticia, el fallecimiento del Jefe del Estado, Francisco Franco. Mientras cambiábamos opiniones, Fernando Abril movía y los enlazaba los clips formando círculos y figuras geométricas. Yo tomaba notas que daba a leer a los presentes. Todos estábamos atentos a una llamada telefónica. 

A las 23,45 (aproximadamente) Adolfo nos dijo que él se quedaba a la espera. Yo me brindé a acompañarle pues en todo caso, habría de dar yo mismo la nota de prensa. Había redactado varias expresando las condolencias de la Junta Directiva de Unión del Pueblo Español (UPE), asociación política que presidía Adolfo Suárez. Se eligieron dos escritos con supuestos distintos. La cuestión quedaba en cambiar la fecha. Y así nos dispusimos a pasar la noche en aquel piso. 

Había en el salón dos sofás, uno de tres plazas y otro de dos. Yo elegí el más pequeño. La calefacción funcionaba y apenas notábamos la fría noche madrileña. Adolfo me dijo que no le importaba quedarse solo, pero yo insistí en acompañarle. Así que bajé a la cafetería que había en la plaza y subí más bocadillos y un termo de café. La verdad, me animaba la curiosidad y también compartir con Adolfo momentos tan singulares como el fallecimiento de Franco. He de decir que habíamos establecido una relación muy cómoda donde el humor estaba presente. Y en esta relación me vino a la memoria un hecho ocurrido en ese mismo piso días atrás. Estábamos reunidos con toda la Junta Directiva de UPE. Una emisora inglesa había comunicado el fallecimiento de Franco, inmediatamente desmentido oficialmente según dijo el contacto de Adolfo en el CSI (Centro Superior de Inteligencia). Aquel día a las 18,30 h (aproximadamente) sonó el teléfono y Adolfo se precipitó a cogerlo. Le vimos nervioso y preguntó: -“¿Quién llama? ¿…es de la Clínica La Paz?”. Momentos de silencio y la cara de Suárez cambió de color. Casi rompe el teléfono al colgarlo. Nos miró como enfadado y le preguntó Alberto Ballarín: -“¿Quién ha llamado? ¿Tiene que ver con Franco?”. Suárez respondió, -“Un gilipollas que ha querido hacer una gracia”. 

- ¿Pero qué coño ha dicho?, le preguntó Noel Zapico. –“Pues el muy gilipollas ha bromeado con algo muy serio, me ha dicho que es un medico de la Clínica la Paz y que hace un momento Franco ha abierto los ojos, se ha levantado de la camilla y ha pedido su ropa y sus escopetas”. Nos atacó una risa imparable y contagiosa a la que finalmente se unió Adolfo. 

Nosotros sabíamos por fuentes muy confidenciales que la tarde del 19 de noviembre Doña Carmen Polo bajó con su hija al garaje de la Clínica La Paz donde estaban de guardia los chóferes y escoltas del Caudillo. Bajó llorosa y entre lágrimas se dirigió al escolta más antiguo y le dijo: -“Vaya usted inmediatamente al Pardo y pregunte por el Ayuda de Cámara de su Excelencia, le dice que le entregue las dos cajas que el ya conoce. Una caja grande y otra caja mas pequeña y las trae inmediatamente aquí, me las entrega personalmente a mi o mi hija Carmen”. 

Efectivamente el coche salió velozmente y poco más tarde llegaba a la Clínica La Paz con las dos cajas. Una contenía el uniforme de Capitán General y la otra las condecoraciones. Era, según se supo después, la mortaja de Franco. Por todo ello, se sucedieron en Madrid noticias que luego se desmentían. Rumores que venían de emisoras extranjeras. Radio Pirenaica también lanzó una noticia sobre el fallecimiento que fue un rumor muy extendido. En aquella primera quincena de noviembre, Franco murió varias veces. La gente se agolpaba en las inmediaciones de la Paz para ver qué ocurría. No había otro comentario en bares y restaurantes y las familias se pasaban las horas ante el televisor a la espera de la gran noticia. La situación, políticamente tensa, daba lugar a bromas como la que les he narrado. 

Aquella noche yo recordaba la broma que le hicieron a Suárez y decidí permanecer atento mientras colgaba de una percha mi traje azul. Adolfo tenía varios trajes en su armario. También había corbatas negras. Yo no intenté echarme un poco en el sofá y Adolfo me dijo que no pensaba acostarse y que todo sucedería en pocas horas. Así de enigmático. Y pasamos el tiempo leyendo y releyendo la prensa. Yo le traducía los titulares y editoriales de Le Monde y de otros periódicos franceses, italianos e ingleses. Pasaron las horas y el café se agotaba, los ceniceros desbordados de colillas de los inacabables Ducados cuando, sobre las 2,40 h. de la madrugada, sonó el teléfono una, dos, tres veces. Con andares pausados, Adolfo lo cogió y no dijo nada, solamente escuchaba. Por fin respondió: -“Ya estamos preparados, gracias por llamar e informarme”. Adolfo colgó el teléfono y me dijo muy serio: -“Franco acaba de fallecer, vamos a releer la nota de prensa, apenas cambia nada, mañana a las 8 de la mañana la haces llegar a los medios. Volvemos a vernos aquí a las 7,30, supongo que los demás se habrán enterado por la radio”. Y nos fuimos a nuestras casas. 

Efectivamente, a las 7,30 horas del 20 de noviembre estábamos todos llegando a la Plaza de la Basílica. Se habían enterado por la radio y estábamos preparados para comenzar la travesía hacia la democracia. De allí, en un minibús con nuestros trajes más protocolarios, a la Plaza de Oriente. Adolfo había declinado la invitación del Consejo Nacional del Movimiento de formar parte de la comitiva oficial, tal como le trasladó Baldomero Palomares (secretario del Consejo Nacional del Movimiento). Así que nos fuimos todos a la cola, inmensa cola, que se había formado para despedir a Franco. Juntos entramos en el Palacio de Oriente. Juntos pasamos frente al féretro de Franco. Juntos iniciamos la despedida y juntos la proclamación al día siguiente del nuevo Jefe del Estado, el Rey Juan Carlos, en las Cortes. Juntos iniciamos aquel camino lleno de ilusiones, de inquietudes y esperanza. 

Y así, hoy ya jubilado, cuarenta años después de aquello, puedo dejar testimonio para mis hijos y nietos, amigos y lectores de cómo un joven garruchero fue testigo y parte de esta reciente historia de España.

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