JUAN LUIS PÉREZ TORNELL
13·05·2016
DICEN, LOS QUE lo tienen, que el dinero no da la felicidad. Debe ser verdad, porque los que no lo tienen, no lo han tenido y presumiblemente no lo van a tener jamás, también dicen lo mismo. No sé si lo dicen los unos como disculpa de su avaricia y los otros como modesto premio de consolación, pero es un viejo lugar común.
Y pese a esa rara coincidencia en el juicio, que igualaría a ricos y menesterosos, las conductas respectivas suelen desmentir tan filosófica afirmación.
El rico rara vez lo es suficientemente.
La visión de Mario Conde entrando nuevamente en prisión, varios años después de haber salido de ella, como un extraño Conde de Montecristo, y envolviendo en su trama a sus hijos, me llena de perplejidad. Un señor al que la vida le sonreía, brillante número uno de su promoción de abogados del Estado, esa élite de la administración española, y multimillonario sin haber cumplido los cuarenta por una venta legal y legítima de los laboratorios de su socio, acabó, todavía joven, en las mazmorras españolas. Algo de psicópata hay en esta conducta que no es, por otra parte, insólita.
Su socio en aquella ventajosa operación, rico ya por su casa, se dedicó en la mejor tradición de la hidalguía católica a las tiradas de perdices y a la colección de obras de arte. Es decir, a lo que parecería normal: considerar el dinero como un medio y no como un fin. Pero ello es, sin embargo y contra la lógica y el sentido común, una rara excepción.
Lo normal es lo otro. Los prohombres millonarios atiborran las cárceles y coinciden en ellas con los ciudadanos incorruptibles que los persiguieron hasta hace bien poco: el señor Díaz Ferrán, el señor Roca, el señor Conde y los dirigentes de AUSBANC y Manos Limpias, pueden jugar al dominó o, mejor, al tute subastado y reflexionar juntos melancólicamente sobre las vueltas que da la vida. Y cómo se viene la muerte tan callando.
No muy distinta de estas figuras antes poderosas y ahora no tanto, es la de muchos narcos y jefes de la mafia, infinitamente ricos y cuya adrenalina vital acabó siendo el tener que huir por alguna alcantarilla. Quizá el acumular dinero es el pretexto para no acabar nunca un eterno juego del escondite que prolonga sus infancias. No es la economía, estúpidos, sino el elegante surfear por las narices del poder, de la sociedad que los teme o los admira no por lo que son sino por lo que tienen.
Esta gente, unos cultos, otros analfabetos, nunca leyó con provecho a Epicuro ni a Horacio, nunca le satisfizo el vino de Falerno, sino que acaban, cuando el juego termina, en el mejor de los casos, siendo detenidos en algún gallinero de Palermo mientras se comen un bocadillo de atún con mayonesa.
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