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Nueva parábola del hijo pródigo de Garrucha

SAVONAROLA

23·12·2016


“Aquel que parte y reparte,
si en el partir tiene tino,
siempre lleva de contino
para sí la mayor parte”.


No sé, hermanos míos, si alguna vez os dije que la Palabra de Dios hay que interpretarla según corren los tiempos y las circunstancias contingentes, pues ni aún las matemáticas son una ciencia exacta, por más que así se le nombre, pues tan sólo son precisas. Y a fe que se precisan para entender el orbe. Hoy os hablaré de cómo una parábola, con el tiempo, se puede leer de otra manera. 

¿Recordáis, amadísimos hermanos, la historia de aquel disoluto muchacho, el menor de los hermanos, que un buen día dijo a su padre “dame la parte de la herencia que me corresponde”. Pues bien, ya también sabéis que el progenitor le repartió la parte que le tocaba. Pocos días después ese hijo lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su herencia viviendo como un libertino. 

Cuando hubo gastado todo, hasta el último dracma, le sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, díjose: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”. 

Y, levantándose, partió hacia su padre, que pudo reconocerle aún estando lejos y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre se volvió y ordenó a sus siervos: “Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos. Celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado”. Y comenzaron la fiesta. 

Esto, mis dilectos discípulos, es lo que cuenta Lucas sobre cómo Nuestro Señor Jesucristo explicó a los fariseos por qué acogía y comía con pecadores. “Este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado”, fue su razón. Y, hasta aquí, precisamente, lo que aconteció por aquel entonces. 

Mas, como ya os he advertido y por más que oscuros amantes de la sabiduría hablen del eterno retorno de lo mismo, de que todo pasa exactamente igual en cada determinado periodo de tiempo, la mayor parte de las ocasiones no es lo idéntico aquello que se repite, sino que es sólo lo parecido. 

Ahora, hijos míos, imaginad que no es el hijo pródigo de hoy quien pide la herencia, sino el padre quien le despoja de ella y lo expulsa de su casa porque, si llega el caso de echar una mano, la echaba al cuello, amén de dilapidar los recursos pagando servicios que dudas hay de que reportaron beneficio alguno a quien los sufragaba. Y más incluso, pendiente queda justificar que están hechos. Sobre todo los de él mismo, pues guardaba para sí siempre el beneficio mayor. 

Como el pródigo de la versión original, hermanos míos, aqueste otro también volvió. Mas no por causa de su arrepentimiento ni por fuerza resultante de acto de contrición alguno, sino que el padre que lo desterrara fue, a su vez, proscrito algún tiempo más tarde, y retornó al mando de la casa quien fuera su madre putativa, que tardó en llamarlo mucho menos de lo que se tarda en decirlo, y no demoró en nombrarlo. Desde entonces, se sentó a la derecha de la madre. Y celebraron una fiesta, porque este hijo, que no estaba muerto, tan solamente perdido, había sido de nuevo hallado. 

Todo volvió a ser como antes. Regresó el reparto a discreción, que no discreto, pues como cabe de esperar con el dinero público, todo el mundo sabía cuánto se llevaba cada uno hasta el último talento. Y cuando digo talento, hablo de esa moneda que en la antigüedad equivalía a 6.000 dracmas, que el término puede conducir a confusión. 

Sin embargo, hermanos míos, nuestro pródigo contemporáneo no compartía la oportunidad de esta práctica. Ahora no me refiero a la cosa del reparto, sino de que el común de los mortales sepa cuánto se lleva con la derecha del capital que él mismo reparte con la izquierda. 

No fue ésta la única costumbre que con él volvió a la casa de la madre. También le acompañaron los recelos entre aquéllos que estuvieron y ahora de nuevo están a su cargo. Las suspicacias fueron subiendo hasta llegar muy arriba. Al cuello, ni más ni menos, como al pescuezo llegaron las manos de dos que se enzarzaron en medio de una armería repleta de lo que allí suele guardarse. 

La parábola antigua acabó con una fiesta, pero el término de esta otra está aún por escribir. Permaneced atentos, queridos míos. Vosotros pagáis la soldada y es vuestro derecho conocer en qué se emplean vuestros talentos, porque tenéis que estrujaros las meninges hasta el extremo y más allá para obtener los recursos que alegremente confiscan y diezman algunos de aquéllos que colocáis para vigilar los intereses vuestros. Por ahora, vale.




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