JOSÉ Mª MARTINEZ DE HARO
23·12·2016
SE CUMPLEN AHORA cuarenta años de la aprobación de la Ley para la Reforma Política. Algunos recuerdos personales. Éramos muy jóvenes y la ilusión latía como energía viva que compensaba las horas sin sueño, las madrugadas con el humo del café y los Ducados sin fin de Adolfo Suarez. Los folios escritos a máquina se rompían uno tras otro para dar forma a otra propuesta o incorporar alguna frase, algún adjetivo, alguna coma. En realidad, el trabajo de fondo estaba hecho y servido a la carta por aquel prodigio del Derecho Político, Torcuato Fernández Miranda. Nosotros, en aquel reducto a penas podíamos añadir nada porque lo esencial estaba ya acordado con el entonces Príncipe de Asturias.
Sin embargo, a Adolfo Suarez le picó una especie de avispa en el amor propio y de manera inmediata "se apropió" de aquel texto como si hubiese salido de su propia pluma. Y allí estábamos los ebanistas de la palabra tratando de pulir lo que no necesitaba ningún brillo. Aquellos folios, sólo tres, eran la redacción de la ley para la Reforma Política. Y así comenzó la Historia. Una Historia donde los de uno y otro "bando" se entendieron para dar paso a los españoles sin cuentas que ajustar abiertos a un futuro que se hizo realidad a los pocos meses de aquel hecho que marca ineludiblemente nuestras vidas. España dejaba atrás 40 años de dictadura y comenzaba una nueva etapa democrática que nacía con el acuerdo esencial de todos los partidos políticos y el respaldo entusiasta de la mayoría inmensa de los españoles. Recuerdo con nostalgia la ola de entusiasmo que recorrió pueblos y ciudades de España. La sonrisa abierta de tantos que venían de las tristes páginas del exilio y la clandestinidad. Y el encuentro sin reservas ideológicas en el esfuerzo común de comenzar una pacífica transición hacia la democracia basada en la convivencia y el respeto a la pluralidad. Las trincheras del rencor y la revancha quedaron enterradas por la voluntad mayoritaria de los españoles.
Aquellos días de noviembre de 1976 tuvimos la sensación de participar de algo grande y hermoso. Creímos superar el atavismo fratricida que empañó el siglo XIX y culminó con la mayor tragedia que enfrentó a los españoles en una cruenta guerra cuyos rescoldos aún asomaban en aquellos años finales del franquismo. Nadie quería reavivar los viejos demonios que han amargado a generaciones de españoles. Y fue por ello que 435 Procuradores del Régimen franquista votaron a favor de esa Ley que aprobaron las Cortes y que en esencia desmantelaba el Movimiento Nacional y todas las Instituciones y estructuras políticas y administrativas del Régimen. Y fue por las mismas razones que la izquierda aceptó iniciar una nueva etapa de concordia. Singularmente el PCE con Santiago Carrillo, Marcelino Camacho y Teodulfo Lagunero. Y también el PSOE de aquellos jóvenes sevillanos liderados por Felipe González. Creímos entonces que aquella España democrática alcanzaría un largo periodo de estabilidad y prosperidad. Y así ha sido durante estos 40 años. Con luces y sombras, los partidos políticos que redactaron la Constitución de 1978 han estado comprometidos con el Estado de Derecho, la convivencia entre los españoles en la pluralidad ideológica y el respeto al orden constitucional y las Instituciones democráticas.
Pero al parecer todo buen sueño acaba. Y puede acabar en pesadilla. Y se abren ahora incógnitas y amenazas sobre la continuidad de esta etapa de estabilidad política y social. Nuevos partidos emergen con proclamas de ruptura cuestionando la vigencia y legitimidad de la transición y lo que representa la España constitucional y democrática. Los hados negros anuncian una vuelta a las trincheras del rencor y el odio incubados en ideologías extremas, fracasadas trágicamente en Europa tras un rastro inextinguible de desolación y miseria. Parece que los viejos demonios cobran vida. Hay quienes sostienen que cada 40 años España entra en convulsión tratando de cuestionar su propia existencia y su futuro como Nación. Así ha ocurrido en los dramáticos cambios de régimen o de gobierno que marcaron el desgraciado siglo XIX. Y que trajeron años de fuego y plomo a mitad del siglo XX en la más grande tragedia civil que ha conocido Europa. La mayoría de españoles que protagonizaron la transición, con su aportación política y con su voto, había conocido aquella tragedia y tenían muy claro que no querían repetirla. Las sentidas palabras de Manuel Azaña, de Salvador de Madariaga, de Gil Robles o Indalecio Prieto pesaban como losas en las conciencias de unos y otros.
Los que hoy avivan la ruptura deslegitimando el sistema político de la transición, no conocieron la guerra ni sus últimas consecuencias, tampoco la transición. Algunos son jóvenes carentes de experiencia vital, tal vez hayan crecido al susurro de voces familiares derrotados en aquella incivil guerra que aún siguen sin haber alcanzado la bendición de la paz. Ni la hermosa gesta de la reconciliación que proclamaron vencedores y vencidos hace ahora 40 años. Son los hijos y nietos de una historia imposible que quieren forzar contra la realidad de la verdadera historia. Y hacen peligrar con ensoñaciones revisionistas la benéfica quietud de una España en paz. Prodigio que es obra de los españoles que no quieren reabrir las páginas más negras de nuestra historia reciente. Es así de sencillo y deben saberlo éstos que ahora cuestionan la grandeza de aquella gesta que comenzó en noviembre de 1976. Alguien lo ha escrito con claridad, muerto Franco tuvimos una oportunidad y se aprovechó de manera que fructificara en un largo periodo de paz, estabilidad y progreso. Y para ello se logró redactar una Constitución que respondiera a las demandas políticas de todas las ideologías. Una Constitución como garantía de las libertades y derechos que el pueblo se daba a sí mismo. Se ha cumplido razonablemente, si bien es posible y necesario una actualización consensuada de importantes asuntos que emergen con inquietantes retos y demandas difíciles de ignorar.
Todo es posible, las reformas, las nuevas aportaciones, la remodelación y reordenación de aquella estructura política que ha permitido homologar a España como una democracia plena entre los países más avanzados del mundo. Estos 40 años podrían servir para afirmar con rotundidad que fue posible la concordia, como reza en el epitafio de Adolfo Suarez. Y que el pueblo español desea continuar para siempre este periodo de paz.
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