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El honorable Pujol

JUAN L. PÉREZ TORNELL

04·08·2014

En el improbable supuesto de que yo hubiese formado parte del grupo de asesores áulicos de Jordi Pujol, le hubiese desaconsejado su declaración de arrepentimiento y solicitud de perdón, por tener unos milloncejos sin declarar en Suiza.
Este acto de contrición sólo vale si has matado a un elefante y te han pillado, como a un vulgar furtivo haciéndote la típica foto de cazador fanfarrón ante el cadáver. La petición de perdón puede producir entonces cierta ternura, como la que despierta el niño que confiesa ruborizado haber robado un nido, o haberse comido el postre de toda la familia.
En todos los demás casos, una elemental prudencia aconseja negarlo siempre todo: el PP niega lo de Bárcenas, el PSOE niega lo de los ERES… es la ortodoxia de la conducta adecuada ante una tesitura similar: “no cariño, no es lo que piensas”.

Pero la confesión de parte es un error político impropio de un señor tan experimentado y florentino como parecía ser el señor Pujol. Sólo puedo achacarlo a su edad avanzada y al desgaste de sus neuronas, más que a una estrategia de su partido. Tan tontos no son.
El Sr. Pujol debería haber recurrido, como en otras ocasiones, al último refugio de los canallas: el patriotismo. Debería haber dicho que todo se trata de una conjura contra Cataluña y una artera y burda maniobra de los españoles para detener el derecho a decidir del pueblo catalán. Debería haberse mostrado altanero y despreciativo, como hasta ahora (“¿la UDEF…?, ¿qué coño es la UDEF”). Siempre hubiese encontrado editorialistas palanganeros que hubiesen apoyado esta tesis.
Incluso hubiera sido más astuto decir que no declaró a la Agencia Tributaria Española sus millones no por “tributaria”, sino por “española”, y que estaba esperando el brillante amanecer de una Cataluña independiente para correr a declarar estas sumas a la Agencia Tributaria Catalana. Que sin duda hubiese acogido con comprensión a este hijo pródigo o bandido generoso, que con su omisión evitó beneficiar a los enemigos de Cataluña.

Al cantar de plano para intentar salvar a sus hijos naturales deja a sus hijos políticos literalmente con el culo al aire, desarmados y estupefactos, intentando apresuradamente ponerse de perfil e irse cuanto antes de vacaciones, y daña gravemente la causa del separatismo y la tesis del “Espanya ens roba”.
Todo se olvida pronto en “Espanya”, como se olvidó pronto la afirmación, en sede parlamentaria, del señor Maragall cuando hablaba de que CiU tenía “un problema del tres por ciento”. El alboroto duró lo que tardaron todos en echarle tierra al asunto. A la “honorabile società”, catalana y española, no interesan estos asuntos, sino que conviene más la “omertà”.
Si uno es capaz de sostener una mentira durante 34 años, ¿a qué desvelarla ahora? Siempre me han fascinado los mentirosos patológicos, que acaban enamorándose de su propia mentira y transmutándola en verdad en su fuero interno. Hay una apasionante novela documental, “El adversario”, de Emmanuel Carrère, que trata exactamente de esto. El final, por descontado, siempre tiene algo de tragedia griega.

El político, como vendedor de ilusiones, es casi por definición un mentiroso de esta especie. El más claro ejemplo, en mi opinión, durante el siglo XX, fue el arquitecto y mano derecha de Hitler, Albert Speer. Este hombre, que tenía sobrados méritos para haber sido ahorcado en el proceso de Nuremberg, jugó con habilidad sus cartas, adoptó la posición de “nazi bueno”, consternado ante la enormidad de unos crímenes a los que, según dijo, era ajeno, aunque le parecían horribles. El resto de los acusados básicamente se limitó a decir que cumplían órdenes, pero Speer se desmarcó de ellos, haciendo lo que el Tribunal deseaba: una retractación de esos crímenes de los que, según dijo, él se enteró prácticamente por la prensa. Cumplió “sólo” veinte años de cárcel y al salir mantuvo, hasta su muerte, la misma posición de “nazi bueno”, con lo que logró cierta brillantez social como “arrepentido”.
Los historiadores han tardado casi treinta años en reunir las pruebas para acreditar que mentía y que, probablemente, hubiese debido compartir el patíbulo con sus compañeros, mucho menos inteligentes e incapaces de comprender lo que la sociedad espera, o más bien desea oír, cuando ciertos hechos salen a la luz. En el caso de Pujol, “A confesión de parte, relevo de pruebas”.


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