Mis muy queridos hermanos, que ustedes también lo son, este humilde siervo de Dios, nuestro Señor, sabe bien que todos los hombres somos hijos de Él y, por eso, el Padre envió a su Unigénito entre nosotros y fue tratado por las autoridades de entonces del mismo modo que trataban al resto de sus hermanos en la Tierra: mal o peor.
Así, hijos míos, en el año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo gobernador de Judea Poncio Pilato y Herodes tetrarca de Galilea, Anás, que había sido nombrado por Quirinio, gobernador romano de la Siria, y destituido por el procurador Valerio Grato acusado de extralimitarse en el desempeño de las funciones que los romanos le habían asignado, seguía siendo el Sumo Sacerdote, junto al que lo era de manera oficial, Caifás, uno de sus yernos; en ese año, decía, vino la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, que fue por toda la región contigua al Jordán predicando el bautismo.
Por eso llevaron a Jesús, hermanos míos, cuando fue detenido, ante él en primer lugar, para que lo interrogara, y después ante Caifás, para que fuera juzgado.
El nombre de Anás encabezaba la lista de los máximos oponentes de los discípulos del Nazareno, o, lo que es lo mismo, de todos los hijos del Dios Padre.
La acaudalada y poderosa casa de Anás tenía en la venta de animales para sacrificios dentro de los terrenos del templo una de sus principales fuentes de ingresos, razón suficiente para procurar matar a Jesús, quien limpió dos veces la casa de Dios, que ellos habían convertido en una “cueva de salteadores”.
Durante el juicio, señores del Consejo Rector de Cajamar, Caifás preguntó a Jesús si era el Cristo, el Hijo de Dios viviente, y nuestro señor le respondió: “Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo en las nubes del cielo”.
Al menos, amados míos, eso nos contó Mateo que, además, los principales sacerdotes y los fariseos reunieron al concilio para decidir qué hacer con nuestro Señor. Para todos ellos, el Hijo de Dios suponía un grave problema, pues sabían que todos los hijos del hombre acabarían creyendo en Él y, entonces, habrían de venir los romanos a destruir su nación.
Entonces, mis queridos hermanos en Cristo y Consejeros de Cajamar, Caifás les dijo: “Nos conviene que un hombre muera por el pueblo y no que toda la nación perezca por salvarle”.
Yo, como sabéis, no soy más que un humilde fraile. Antaño tuve el poder que únicamente me profería mi fe en Cristo y en las enseñanzas que Él nos ofreció y que los príncipes de la Iglesia, quienes habían de ser ejemplo y paradigma de virtud y de “observanza” de la ley de Dios y de los hombres, se ufanaban en conculcar.
Yo, como sabéis, erigí y mandé que ardieran en la hoguera de las vanidades todo cuanto fuera lujo, cosmética ruin y aquello que doblegaba las almas al pecado y a la lujuria insana.
Yo, como sabéis, fui quemado en vida justo en aquella hoguera por el papa español, quien había de representar a Dios en la Tierra, y si no era el mismísimo Lucifer, había de ser su discípulo más aventajado.
Vosotros, rectores de Cajamar, que representáis los intereses de todos los socios cooperativistas, así como los de todos los impositores que os encomiendan el fruto de su trabajo, el de su esfuerzo, el de su vida, ¿sabéis si, al igual que aquéllos dos sumos sacerdotes de antaño, un Anás y un Caifás contemporáneos han fundado acaudaladas casas dentro del templo que había de ser de todos los cooperativistas con vuestra anuencia?
Los tiempos han cambiado, caros míos, y ya no son animales lo que venden en la casa de Dios, pero ¿aprovechan sus cargos en el Templo para financiar operaciones a sociedades en que participan ellos o sus socios en unas condiciones que no hubieran aprobado al común de los mortales? ¿Lo sabéis? ¿Os habéis interesado por la certeza de ello? ¿Infundios tal vez? Buscad la verdad, hermanos, buscadla.
Muchas de esas operaciones han cimentado el activo inmobiliario de la Caja y la han llenado de viviendas. ¿Mermaban de liquidez a la sociedad cooperativa, poniendo en riesgo su propia subsistencia?
Yo os quiero recordar, consejeros y también hermanos, no ya las palabras de Caifás al sanedrín, sino las más recientes, pero en el mismo sentido, dedicadas por el poeta Josep Plá a su buen amigo Salvador Espriu:
A veces es necesario y forzoso
que un hombre muera por un pueblo,
pero nunca ha de morir todo un pueblo
por un solo hombre:
recuerda siempre esto, Sepharad.
Que la lluvia caiga poco a poco en los sembrados
y el aire pase como una mano tendida
suave y muy benigna sobre los anchos campos.
Que Sepharad viva eternamente
en el orden y en la paz, en el trabajo,
en la difícil y merecida
libertad.
Sabéis, hijos míos, que, para Plá, Sepharad es la España de los hijos de Judá que hubieron de abandonarla por uno de esos errores imperdonables que los pueblos cometen a lo largo de su historia.
¿Acaso un error que estáis a tiempo de corregir es el de no expulsar a cuanto Anás y Caifás maman al tiempo de vuestras ubres y de otras leches, que cualquier código ético declararía incompatible?
"No se puede servir a Dios y al dinero", dijo Dios Padre por boca de san Pablo y ha repetido el papa Francisco.
El santo padre ha indicado que hay algo "en la actitud de amor hacia el dinero que nos aleja de Dios". Es más, ha dicho, "la codicia del dinero, de hecho, es la raíz de todos los males".
La codicia del dinero que algunos sumos sacerdotes de esa santa casa que llamamos Cajamar no puede manchar el Templo y vuestro silencio, hermanos consejeros, no puede construir su ruina ni llenarlo de oprobio y vergüenza. Y vosotros no podéis emular a Poncio Pilatos y lavar vuestras manos con el agua cómplice de la indolencia y complicidad.
Recordad las palabras del mismísimo Caifás y las de Plá: A veces es necesario y forzoso
que un hombre, o dos, mueran por un pueblo, pero nunca ha de morir ni mancharse una sociedad cooperativa
por la codicia de un solo hombre. O dos. O tres. En tanto, reflexionad, amadísimos consejeros. Vale.
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