CLEMENTE FLORES
CORREN TIEMPOS DE descontento y de desánimo generalizado en una sociedad, la española, que lleva demasiados años inmersa en una crisis económica que es como una envoltura pegajosa de la cual no hay forma de desprenderse. Muchas personas han perdido el humor del que solían hacer gala, y un aire de desánimo, desazón y descontento se ha apoderado de buena parte de las clases bajas y medias que ven disminuidos sus ingresos y sus expectativas. Coincidiendo en el tiempo, esas gentes, cada día que amanece, son informados por los medios de comunicación de nuevos y antiguos casos de rapiña y corrupción en los que siempre están relacionados personajes conocidos de la Administración y/o de la clase política. Es un ambiente que deprime, acobarda y entristece al pueblo, que no se acostumbra a vivir un cacareo ensordecedor cuando aparece la denuncia y que acaba en un murmullo que languidece mientras va tomando forma el fantasma de la impunidad por sobreseimiento, caducidad o cualquier otra trampa en el tablero de la justicia.
Cuando se comentaban estos casos entre amigos o conocidos, hace sólo un par de años, siempre había un contertulio que sacaba a colación que en el otro partido mayoritario al que no pertenecía el aludido, había algún caso similar o más grave todavía. Esto presuponía que el que criticaba los hechos lo hacía no como ciudadano libre que se daba por afectado, sino como seguidor-simpatizante de tal o cual partido.
Por suerte, esta posición seguidista “a prueba de bomba”, tiende a desaparecer seguramente porque son tan numerosos y evidentes los casos conocidos, tal su gravedad y tal la indemnidad de que gozan sus artífices, que no quedan tantos tontos útiles para justificarlos, queriéndonos hacer mirar para otro lado.
Paso a paso, escupiendo en el plato que comen, la clase política ha hecho que el ciudadano desconfíe de ella y de que eleve el punto de mira de sus críticas dirigiéndolas hacia las “maldades” del propio sistema democrático al que tanto nos ha costado llegar.
La situación, sin ser la misma, me ha traído a la memoria la actuación de Ortega y Gasset, que después de haberse aliado con otros intelectuales para apoyar la República, acabó abanderando el “No es esto; no es esto”, acusando a la Constitución de Diciembre de 1931 de “Radicalismo huero”.
Afectado, como tantos otros por la situación, pensando que muchos problemas son menos dolorosos cuando se conocen sus causas y orígenes, voy a intentar hacer algunas consideraciones sobre el estado de “nuestra democracia” y de sus problemas y a poner algunos puntos sobre unas cuantas íes, tratando de analizar el estado de la cuestión.
¿Qué es democracia?
Hablar de democracia es, por definición, hablar de ambigüedades porque democracia es un término ambiguo y poco concreto que puede entenderse de formas diversas e incluso contradictorias.
¿Cuántas cosas podemos entender por democracia si nos decían que el régimen de Franco era una democracia orgánica y el de Stalin una república democrática y Cuba disfruta de una democracia popular? ¿Significa lo mismo democracia en la República Popular China de economía capitalista que en Francia, EEUU o Suecia?
(Cuesta entender que no todos los sistemas políticos se declaran socialistas, pero todos los sistemas comunistas se declaran democráticos. ¿Es lógico?)
Cuando se aprobó La Constitución a finales del 78, los españolitos presumimos de demócratas: “ya estamos en democracia, ya somos demócratas”, y uno se podía quedar perplejo escuchando aquello de “yo soy un demócrata de toda la vida” a personas que no tenían más experiencia sobre teoría política democrática que la adquirida en “el ambiente social, permitido” por la dictadura, en el que habían vivido.
Para los españoles de esa época, la democracia era el reverso del absolutismo y el proyecto de un futuro en libertad tan ilusionante como atrayente sobre el que no se permitían objeciones ni recelos.
La transición hacia la democracia se hizo con toda premura y con un espíritu tan ilusionado y contagioso que sin pensarlo dos veces se aceptaron y se dieron por buenos al menos dos postulados sobre la democracia, que admitidos por casi toda la sociedad, ahora, con el paso del tiempo, al aparecer los problemas y las fricciones en nuestro estado democrático nos hacen incluso cuestionar la bondad del sistema político democrático que adoptamos.
Estos dos postulados son: el primero creer que un sistema democrático se consigue simplemente cuando las leyes recogen que los ciudadanos eligen libremente a los políticos que van a dirigir la Administración, y el segundo creer que el sistema democrático es una situación de punto final y no un proyecto de convivencia en continua experimentación y cambio, es decir, un proyecto esencialmente “futurista”.
Intentaremos ver y dejar claro cuánto daño y desgarro se ha producido y se sigue produciendo por haber aceptado de buenas a primeras ambos asertos.
La democracia es un proyecto de organización social, sistema político u organización del Estado -hay otras muchas formas- que adquiere su legitimidad en cuanto se basa en que el poder procede del pueblo que se lo delega y esta delegación del pueblo debe ser contrastada mediante procedimientos legales adecuados, previamente establecidos. El empleo de medios no democráticos nunca puede justificarse para conseguir fines democráticos, y por eso no vale cualquier procedimiento para legitimar la voluntad del “pueblo”. Como tengo mayoría –“mando yo”- proclaman algunos políticos.
La democracia directa iniciada en Grecia (en la que el poder se ejerce directamente por los miembros del pueblo) pocas veces se da en la práctica porque plantea inconvenientes de funcionamiento cuando actúan muchos ciudadanos y porque necesita cierto hábito y prácticas poco comunes y mucha rotación de cargos públicos. (No quiero dejar la ocasión de desear suerte, de todo corazón, al “utopismo voluntarioso” de Martín Morales en Turre, por ser el único intento que pretende acercarse en la comarca a una democracia asamblearia y directa).
La democracia moderna como la que se intentó implantar en España es totalmente distinta porque no está basada en la participación, sino en la representación, y por eso el ciudadano no ejerce el poder, sino que lo delega y, por tanto, no ejerce el autogobierno, sino que debe ejercer EL CONTROL DEL GOBIERNO y eso no se lo explicó previamente nadie al españolito de a pie, ni creo que éste lo tuvo nunca claro.
En contra de la democracia griega original, en nuestro sistema no existe ninguna identificación entre los que gobiernan y los que son gobernados y es de suponer, como así sucede, que los que gobiernan eviten controles y los gobernados deberían haberlos exigido desde el principio, porque cualquiera puede prever lo que pasa en el corral cuando has dejado al zorro la tarea de guardar las gallinas.
La democracia real sólo se consigue después de muchas decepciones y fracasos y sólo cuando los líderes tienen que superar las garantías estructurales y procedimientos previamente establecidos al efecto.
Con estas consideraciones podemos, si ahondamos en el problema, encontrar razones para explicarnos por qué existen tantos aforados, tantos déficits superando los límites legales y tantas instituciones con funciones de control que no han funcionado durante los últimos años. Ningún burro quiere que le apriete la cincha.
Si hubiésemos aprovechado la experiencia de otros países y establecido medidas para que nuestros gobernantes hubiesen sido más responsables y honrados, no habríamos llegado a la decepción actual. Otros países europeos que nos han precedido en la implantación de un sistema, como Francia o Inglaterra, también tuvieron fases de corrupción política y vivieron momentos de desilusión democrática como empezamos a vivir algunos de nosotros.
Tengo la impresión de que entramos en el sistema democrático con demasiada ilusión y poca racionalidad práctica, que ahora recogemos los frutos y que nos hace falta constancia y paciencia perseverante para corregir los vicios adquiridos. Demasiado corazón y escasa racionalidad han sido características constantes del temperamento y de la forma de actuar y de conducirse de los españoles.
El tiempo, la cuarta dimensión, es una variable de medida moderna que no se ha empleado mucho para entender y describir los procesos secuenciales.
Pensando en la secuencia temporal del suceso que tratamos, me viene a la memoria la explicación que oí a un profesor de Ciencia Política (Raúl Morodo) a comienzo de los setenta, en pleno franquismo, refiriéndose a la implantación posible de la Democracia en nuestro país.
Contaba el profesor, a modo de ejemplo, una conversación en Londres entre dos jardineros, uno inglés y otro español, sobre el cuidado del césped que el español quería sembrar aquí. Explicaba el inglés todo el proceso y el español iba tomando nota sin dejarse una sola palabra.
-En otoño o primavera se prepara la tierra, abonándola allanándola y rastrillándola-.
-Se siembran las semillas y después de regar se cubren con mantillo-.
-En primavera se abona con un abono de liberación rápida y en otoño con uno de liberación lenta-.
-Se siega…-
Así el jardinero inglés fue enumerando todas las operaciones practicadas a lo largo del año y el jardinero español apuntaba y tomaba nota de forma diligente y precisa de todo cuanto escuchaba. Una vez acabada la explicación, el jardinero español preguntó al inglés:
-¿Cuándo yo haga todo esto tendré un césped igual que éste en España?
Con cierta flema el inglés le aclaró:
-Además de todo lo que ha apuntado tendrá Ud. que cumplir otra condición, que sería la de repetir las operaciones durante al menos cien años para tener posibilidades de que su césped español sea igual a éste-.
“Así sería el proceso que necesitaríamos para tener un sistema totalmente democrático”, concluía el profesor, “porque la democracia tarda mucho en enraizar y naturalizarse”.
La democracia es el sistema político menos malo para regirse, pero tiene la virtud de que no pierde nunca el atractivo de cualquier utopía porque puede ser eternamente mejorado y perfeccionado.
A estas alturas de la película, los españoles debemos ser más maduros y exigentes con nuestro sistema político y ahora no podemos limitarnos simplemente a identificar democracia con sufragio universal ni a perseguir como objetivo último simplemente la libertad dejando atrás valores tan democráticos como la igualdad.
Nuestro sistema, a estas alturas, falla ostensiblemente porque no garantiza a todos los ciudadanos unos patrones similares de libertad política, seguridad personal y de justicia imparcial. Nuestros gobernantes dejan mucho que desear en sus creencias democráticas, pero los españoles, a pesar de todo, no tienen ningún derecho a quejarse de las deficiencias democráticas del sistema que ellos mismos han generado y alimentado con su seguidismo, su entreguismo y su docilidad.
Nuestro sistema político es ampliamente mejorable y fundamentalmente, por eso mismo, es democrático. Al no valorar lo que tenemos, no podemos disfrutarlo ni aprendemos a sacarle todo el provecho posible.
No hay comentarios :
Publicar un comentario