04·11·2015
DESDE COMIENZOS DE la transición sólo los grandes partidos herederos de las corrientes ideológicas preponderantes en Europa y en España han logrado una presencia activa y un protagonismo singular y de gobierno. El Partido Socialista Obrero Español y el Partido Popular, junto a Izquierda Unida y otras formaciones regionales, mantienen una viva presencia en la sociedad española.
La política nacional de los últimos 38 años ha girado entorno a estos partidos políticos en el poder o en la oposición, lo que ha logrado dar estabilidad al sistema democrático y constitucional y al Estado de Derecho que define nuestro sistema político actual. Esta estabilidad ha facilitado, con sus luces y sus sombras, una larga etapa de convivencia, de prosperidad y desarrollo como jamás había sucedido en España. Y los españoles en general hemos celebrado todo lo conseguido con enorme capacidad de esfuerzo, de renuncias y sacrificios, que han dado fuerza e impulso a un país moderno integrado en las democracias occidentales y una sociedad abierta y plural.
Todo este gran patrimonio de los españoles ha generado confianza en el futuro y ha trazado rumbos inéditos hasta ahora en consonancia con una nación importante en el contexto internacional. Y así ha funcionado un sistema político que ahora se enfrenta al mayor nivel de corrupción que se recuerda en la que han sucumbido los actores políticos y singularmente los responsables de los gobiernos de la Nación, de las comunidades autónomas, de las diputaciones y ayuntamientos. La corrupción ha logrado una desestabilización que hace peligrar el futuro de todo lo logrado hasta ahora por más que los partidos directamente relacionados con esta lacra traten de minimizar el impacto económico, social y político de una situación claramente desbordada. A todo ello se suman las consecuencias de una crisis que ha arrojado a la más absoluta pobreza a miles y miles de españoles sin más amparo que la familia y las organizaciones sociales.
En este ambiente decadente asistimos perplejos la irrupción de grupos y partidos, hasta ahora minoritarios o inexistentes, con la clara vocación de liquidar la España Constitucional, la democracia parlamentaria y el Estado de Derecho, y por supuesto la propia monarquía. Y alientan un proceso revolucionario, la desobediencia civil a las leyes y tribunales y a los poderes públicos elegidos libremente por los españoles. Se trata de la erupción de los nacionalismos y populismos que ya creímos alejados de este solar hispano para siempre. Parecen emular el ambiente del siglo XIX con los resultados tristemente padecidos en el siglo XX en aquella Europa agitada por las convulsiones sociales de signo nacionalista, que finalmente desembocaron en el nazismo y el fascismo que arrasó los campos, pueblos y ciudades de Europa en el pasado siglo. Y de los populismos de izquierda que se presentaron como salvadores de los pueblos oprimidos y airearon en el comunismo las viejas rencillas, el enfrentamiento social, la exclusión y de liquidación de libertades individuales y colectivas que habían caracterizado a la Europa culta en el agitado periodo tras la revolución industrial. Y lo lograron, para horror de millones de europeos, en el antiguo Imperio Ruso y en países de la Europa más desarrollada tras la caída del Imperio Austro Húngaro. Y al final, la devastación de la II Guerra Mundial. Así aterrorizaron y arrasaron buena parte de Europa Adolf Hitler, Benito Musolini y Joseph Stalin, los más conspicuos ejemplos de nacionalismos y populismos trasladados a unos idearios políticos que desde el totalitarismo y la dictadura dejaron millones de muertos y otros millones de oprimidos; ciudadanos europeos rebajados a súbditos que olvidaron el sentido de la libertad en campos de exterminio o en el largo silencio denunciado por Solzenitzchin.
Puede que haya otra explicación para entender a partidos radicalizados al extremo de una izquierda irredenta que participan ahora en las agitadas aguas de la política española. Puede que lo que leemos y escuchamos sea una mera provocación o un señuelo publicitario para hacerse notar. Pero lo cierto es que inquietan los pronósticos sobre un futuro inmediato que perfila tiempos revueltos y que abren otro tipo de cuestiones y puertas que ya son parte de la historia y no objetivo político en pleno siglo XXI. Se trata para algunos de querer reescribir lo que no es posible porque está escrito en la historia y en la memoria. Se trata para otros de un claro retroceso a aquellos años de angustia y miedo. Puede, ya digo, todo sea excesivo y prematuro para llegar al fondo del análisis. En Europa, la democracia sin complejos dispone de las defensas legítimas para preservar el bien social y el orden constitucional. En la muy democrática República Federal de Alemania, se actuó de forma contundente: “A causa del papel fundamental en la vida política, un partido puede ser prohibido si persigue la abolición del orden liberal-democrático de la República Federal” y así, siguiendo esta premisa legal, el Tribunal Constitucional Federal prohibió en 1949 el Partido Socialista del Reich (nazi) y más tarde, en 1956, el Partido Comunista de Alemania. Y no hubo protesta alguna.
Ahora mismo, en España algunos partidos atentan directamente contra el orden Constitucional. Puede que seamos los más abiertamente democráticos de Europa, los más acomplejados o los más idiotas. Habrá tiempo de saberlo.
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