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Panamá

JUAN LUIS PEREZ TORNELL

29·04·2016

EN ALGUNA PARTE secreta del alma vive aún el deseo que tuvimos todos alguna vez, en nuestra infancia, de ser bucaneros o, mejor todavía, corsarios y recalar en las doradas playas de la Isla de la Tortuga, desplegar el mapa de pergamino marcado con una cruz y recobrar nuestros bien ganados doblones de oro. Y, henchidas las velas con viento propicio, poner rumbo a Jamaica a disfrutar con los Hermanos de la Costa del ron, las montañas azules y otras cosas bellas que no pueden contarse en horario infantil. 

Más tarde, aunque no se disipan del todo, los sueños se truncan y despertamos convertidos en pequeños burgueses y nos dedicamos a actividades igualmente emocionantes, como lavar el coche o esperar sumisos el trallazo anual de la declaración de la renta. Para dulcificar el golpe, el Estado providente y paternal, con exquisita delicadeza, alivia poco a poco, mes a mes, nuestra bolsa, para que el golpe final no sea doloroso. La historia enseña que no conviene extenuar a los esclavos en los ingenios azucareros. 

Tiene el mar Caribe tentadores aromas de vainilla, canela y paraíso para los expatriados de este valle de lágrimas que recorremos los simples mortales con pocas esperanzas de salir de la rutina y dejar de lavar el coche. Y Panamá es la puerta o el vestíbulo de ese paraíso que nos está vedado a casi todos. No es un país, sino un canal. Una vía de entrada del Pacífico al Atlántico o viceversa que achicó ese mundo antes inmenso y cada vez más pequeño y miserable. 

Allí murió de disentería Sir Francis Drake, corsario para los españoles, héroe para los ingleses; una muestra más del relativismo moral que tanto nos hace dudar de todo. 

Sigue siendo todo el Caribe territorio de piratas, salpicado de Islas Vírgenes y no tanto. Sería de justicia poética que la Isla de la Tortuga cuyo estatus jurídico desconozco, volviese a ser el romántico terreno de los que huyen del Estado por ese mar abierto que un día fue la patria de los hombres libres. Mientras tanto Panamá y en un próspero despacho de alguna sus calles, se ha ido convirtiendo en el trasunto de la vieja isla en la que ya no hay cofres con perlas ni piedras preciosas, bellas aristócratas por las que pedir rescate, orgullosos capitanes a los que hacer pasar por el tablón. Ahora es el refugio de unas sociedades que tienen el precioso nombre, también bastante pirático, de “Off-shore”, que literalmente quiere decir nada menos que “alejado de la costa”. Lejos de Dios y de los Hombres y especialmente de Montoro. Libres, libres al fin. “!Hombre libre tú siempre preferirás el mar!”, que decía Baudelaire… 

Otros piratas, esta vez informáticos, han desvelado el escondrijo y descifrado el enigma del mapa del tesoro. Ya no colgarán del palo de mesana como cuando, con el declive de la piratería, acabó el mar infinito y sus escondrijos remotos. 

Ahora van saliendo a su pesar, los dueños del invento más o menos demudados, a decir que todo está declarado y que si lo tenían allí era porque no se habían dado cuenta de que eso podía ser malinterpretado por los envidiosos que tanto abundan. Y la muestra no puede ser más variopinta e interclasista: primeros ministros occidentales, orientales y bananeros, reputados cineastas, la hermana del Rey emérito, Vargas Llosa, algún hijo de Pujol, viejos motoristas, actores bien pagados, Don Bosco y la Mignon, Don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín. 

Y cuánto lamento yo, y más en estos días, no poder alejarme de la costa por insuficiencias de mi WIFI, para poder descargarme el programa PADRE. Y muy señor mío.

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