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De aves, tortugas y otros deportes de moda

SAVONAROLA

07·10·2016


No es cosa del natural de las gentes que vivimos por estos eriales bañados con la sal de tanto sudor y el fluido dulzón de nuestra sangre, no. No es tampoco algo propio del carácter de seres huraños, sino el fruto que se recoge tras demasiados engaños a los que hemos sido sometidos por propios y extraños. 

Predicamos con demasiada frecuencia en el desierto y tropezamos más de mil veces con todas y cada una de las piedras que sobre él se esparcen, no dos, que eso es cosa de humanos y los habitantes del Levante, capaces de convertir un adusto pedregal en un vergel comparable a los jardines que adornaron Babilonia trascendemos en mucho a la categoría de simples homínidos bierrantes. 

Tal es así, que uno ya no sabe a quién creer, por no decir que ya no se fía de ninguno. ¿Recordáis acaso, hijos míos, cuando desde estas páginas se decía que la férrea columna vertebral que nos vendieron como de alta velocidad podría ser cualquier cosa menos eso? Pues el tiempo calla a gritos y, en su silencio, es mucho más que elocuente. 

Ahora, como si fuera una de esas gracias que suele hacer el destino cuando no tiene nada mejor en que emplearse, el símbolo del AVE por estas sufridas tierras no es ningún animal alado y aerodinámico. No es un guepardo capaz de alcanzar los 114 kilómetros a la hora ni el halcón peregrino, que en sesenta minutos puede surcar 360. Mucho menos el escarabajo tigre, lo más veloz que se mueve sobre la tierra sin necesidad de artificio alguno, que se desplaza a 400 km/h. 

No, mis discípulos dilectos. La imagen de la alta velocidad en nuestra comarca hoy se asocia a la testudo graeca, especie conocida entre nosotros como tortuga mora. No sabría deciros cuál será la velocidad que llegará alcanzar, si es que algún día consigue empezar a rodar, pero como se desplace al ritmo con que se ejecutan las obras que han de hacerlo posible, voto a bríos que llegaremos antes a Europa si emprendemos el camino andando. 

Y esto que os digo, amados míos, a mí, como a vosotros, me recuerda a la historia que nos contara primero Esopo y, después, La Fontaine y Samaniego. 

En ella, una liebre y una tortuga se retaron a una carrera para ver quién de las dos era más rápida. La liebre partió en cabeza y, en poco tiempo, cogió una gran ventaja sobre su lenta perseguidora. Mas al verse con la victoria en el bolsillo, el lepórido se permitió la licencia de sentarse a descansar a la sombra de un árbol y cayó dormido. Cuando despertó, la tortuga estaba a punto de cruzar la meta y, pese al esfuerzo que realizó entonces la liebre por tratar, en vano, de retomar la cabeza, la tortuga acabó ganando la carrera. 

La moraleja de la historia es, hermanos, un voto en favor de la constancia. Hemos hablado en otras ocasiones de cómo en la vecina Región de Murcia, el trabajo perseverante de décadas permite hoy contemplar el fruto de un patrimonio que no es más rico que el que aquí tenemos, pero que resulta visible porque se han preocupado en hacerlo aflorar de tantos siglos de polvo y desidia acumulados. Pero aquí, en esta comarca, tal parece que sea la mierda que oculta nuestros tesoros aquello que, como poseídos por un nefando síndrome de Diógenes, mostramos sin pudor alguno. 

Mas volvamos al ferrocarril, hermanos, porque a veces el tren es también de ida y vuelta. 

En este asunto, hijos míos, como en tantos otros, aquellos que os representan son muy capaces de encontrar problemas allí en donde nunca los hubo, que no hay nada que más guste a un político que un obstáculo, pero no por el prurito de vencerlo, sino por ese deporte de golpear la testa del contrincante, que entre nuestros próceres parece haber superado al paddle en afición y en número de practicantes. 

Y es que, cuatro años después de finalizado el último tramo de plataforma de esa línea que ni viene ni conduce aún a ninguna parte, dos y medio después de cegar túneles en el país en que el tuerto es rey y uno tras la adjudicación del tramo entre Cuevas del Almanzora y Pulpí, aún es el día en que todo sigue igual que estaba. Bueno, todo no, que los ánimos de los vecinos ahora andan mucho más que exaltados, cosa que por entonces no. 

Pero ¿cómo iba a suponer la paciente e infatigable tortuga mora que su caparazón iba a servir para detener los venablos que paladines populares y socialistas se lanzaran entre sí ante la mirada atónita del pueblo llano? 

El año comenzó con una discusión, que ahora sabemos bizantina, sobre quién había de retirar las tortugas, cuando a día de hoy conocemos que aún no hay en dónde echarlas, como tampoco tenemos noticia de a dónde hay que echar a los vecinos, que en esto llevan vidas paralelas con los desdichados galápagos, unidos ambos en el desahucio. 

Ahora estamos en ese momento en el que, como en los partidos de tenis, giramos la mirada alternativamente a izquierda y derecha para ver en qué lugar del espectro administrativo está la pelota fosforescente. 

Diréis, lo sé, amadísimos hermanos que próceres han venido desde Madrid y se han reunido en la capital de la provincia con vuestros representantes y con los afectados por las expropiaciones, y que todos han salidos contentos y felices, exactamente igual que hace un año ocurrió en Madrid, a pesar de lo que hoy, como dijera el otro Iglesias, repito, la vida sigue igual. 

Ya han vuelto a la capital del reino y han emplazado al pueblo para dentro de un par de meses, precisamente para el tiempo en que las tortugas habrán empezado a invernar y este humilde monje, hermanos míos, que tanto tiempo ha dedicado a contemplar la vida, ha observado que el periodo de hibernación de quienes administran nuestros asuntos, es mucho mayor que el de tortugas, osos y marmotas juntos. Confiemos que, por una vez, aviven el seso y despierten mas, por si fuera el caso, silbémosles al oído. Vale. 


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