JUAN LUIS PÉREZ TORNELL
20·12·2016
EN ESTOS SUAVES días otoñales llenos de melancolía, y al socaire del cambio de hora, los españoles celebramos algunas de las fiestas de más honda raigambre y tradición carpetovetónica: el Jalogüin, por ejemplo.
Es ese día del año en el que los niños ataviados con vestidos de época recorren el vecindario proponiendo truco o trato. Es decir, o les damos unos dulces o nos hacen una putada. Vamos, más o menos, como en el Congreso de los Diputados. Es un equivalente infantil del “plata o plomo” de Pablo Escobar y de tantos narcos que en el mundo han sido y que probablemente se iniciaron así.
En las tiendas de ultramarinos se venden calabazas para tallarlas, vaciarlas y ponerles una vela dentro para conferirles un aspecto terrorífico y que den más miedo que ese anuncio de José Ramón de la Morena proclamando su regreso de entre los muertos o de entre los operados.
Dicen que en los Estados Unidos la venta en estas fechas de caretas de candidatos a las próximas elecciones es uno de los índices más fiables para determinar quien será el vencedor. Una especie de “primarias” o sondeo demoscópico…
También se aproxima otra celebración entrañable y familiar: el Día de Acción de Gracias, en el que los españoles nos reunimos en la intimidad de nuestras familias y damos gracias a Dios por ser españoles y no sirios o venezolanos. Es costumbre sacrificar un pavo, ese ave tan peculiar y vistosa en vida como insípida y gomosa una vez cocinada. En Navidad también nos vemos obligados a volver a comerlo, quizá como un rito de expiación o purificación, quién sabe.
Entre un evento y otro también hemos incorporado, más recientemente, la fiesta del “Blas Fridei”, que consiste en que una vez recuperados de la ingesta del pavo nos compramos una tele más grande que la que teníamos, con la vana esperanza de que den cosas más interesantes, que los contertulios sean menos oligofrénicos o de que, al menos, no pueda verse Telecinco.
Este año de 2016 saludo como novedad, que quizá se incorpore a tan rico acervo cultural la implantación no regulada (todavía) de los popularmente conocidos como “payasos asesinos”. El payaso en sí siempre ha sido algo bastante terrorífico que, como los toros, estábamos a punto de erradicar. Pero acaban volviendo, como nuestras pesadillas más recurrentes.
Los payasos asesinos son unos barandas que, ataviados como el espeluznante “Ronald Mac Donald” de la conocida cadena de hamburguesas, aparecen a nuestro paso, de improviso y gratis et amore, entre unos arbustos o en algún sórdido y mal iluminado callejón, provistos de un hacha de goma, una caca de plástico o un cinturón de explosivos, con grave riesgo de nuestras vidas o, más probablemente, de las de ellos mismos.
Cuentan las crónicas que, nada menos que en Badajoz uno de estos “payasos asesinos” ha agredido a un joven con una llave inglesa. Otros han sido detectados en Paterna (Valencia), Hinojos (Huelva) y por supuesto, en Madrid y Barcelona, que siempre van por delante. No, doña Engracia, yo tampoco acabo de entenderlo del todo. Pero más raro es el “balconing” y lo practican los jóvenes ingleses con fruición.
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