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Jekyll, Hyde y la diosa odiosa


SAVONAROLA



12·04·2017

Amados míos, ya sabéis que Roma aportó muchas cosas al orbe que aún usamos y que son base, fundamento e identidad de Occidente. Entre sus múltiples contribuciones, elevó a la categoría de deidad a Jano, el dios de las puertas, representado con dos caras mirando hacia ambos lados de perfil. Representa a una persona que manifiesta aspectos muy opuestos entre sí. Es, en suma, el dios de la hipocresía. 

Sin embargo, queridos hermanos, hoy no os voy a hablar de él, sino de una historia escrita por un tal Robert Louis Stevenson. 

En ella, un prestigioso abogado londinense apellidado Utterson, había escuchado una historia de un amigo, el señor Enfield, que despertó su curiosidad y le llevó a emprender una investigación para averiguar la verdadera identidad de Mr. Hyde, un hombre muy unido a un viejo amigo conocido como el doctor Jekyll. 

Sus pesquisas llevaron a Utterson, en primer lugar, a un testamento escrito por el galeno mediante el que hacía propietario, en el caso de su muerte o desaparición, de todos sus bienes a Hyde. Más tarde el abogado mantendría una conversación con Jekyll, que le pedirá que se olvide del asunto. 

Pero todo cambió cuando Hyde asesinó a un respetado parlamentario inglés, sir Danvers Carew, ante un testigo. Mientras Utterson ayuda en la investigación del crimen, Jekyll se volvía cada vez más solitario y melancólico, llegando el abogado a pensar que el doctor estaba encubriendo a Hyde. 

En esa vorágine de acontecimientos, queridísimos hermanos en Cristo, hubo un momento en que Jekyll se encerró en su laboratorio atenazado por una angustia que nadie alcanzaba a comprender. Otro amigo de Utterson, Lanyon, murió de un shock espiritual con el que el señor Jekyll parecía estar relacionado. 

Otro día, el mayordomo de Jekyll, Poole, pidió ayuda ya que creía que, de alguna forma, un extraño había conseguido entrar en el laboratorio y dar muerte a Jekyll. Ambos descubrieron que el extraño era precisamente Hyde, y cuando consiguieron entrar en el laboratorio, encontraron el cadáver de Hyde, que se había suicidado, mientras que Jekyll no aparecía por ninguna parte. 

Finalmente, Utterson leyó las cartas escritas por Lanyon y la confesión del Dr. Jekyll. La primera revelaba que Lanyon había sido testigo de la transformación física de Hyde en Jekyll por medio de un brebaje o alguna droga inventada por este último. Fue el horror ante tal descubrimiento lo que le llevó finalmente a la muerte. 

La otra carta consistía en una confesión del propio Jekyll, en la que daba cuenta de que en su juventud se había dado cuenta de algo que vosotros, mis muy caros discípulos, ya conocéis, y es que la conciencia de cada ser humano se compone de dos aspectos -el bien y el mal- que están enzarzados en una lucha continua. 

Siguiendo la hipótesis de que es posible polarizar y separar estos dos componentes del yo, hermanos, el doctor creó una pócima y su correspondiente antídoto. Así podía transformar a una persona en la encarnación de su parte maléfica, consiguiendo al mismo tiempo depurar el lado bueno. 

Después de tomar la poción, Jekyll disminuía un tanto su estatura, tomaba un aspecto desagradable para con todos sus semejantes, adquiría la fuerza y la astucia de doce hombres, su naturaleza malvada se volvía dominante. Además su inteligencia se hacía extrañamente brillante y sus reflejos extraordinarios; a esta otra encarnación de sí mismo la llamó Edward Hyde. 

En un principio, los efectos del brebaje eran temporales y no era necesario el antídoto, pero después de unas cuantas transformaciones en Hyde, y viceversa, Jekyll se acostumbró a realizar regularmente la metamorfosis con el fin de poder entregarse a placeres prohibidos, que nunca se permitiría en la persona de Jekyll. Sin embargo, su parte maléfica se fue haciendo más y más fuerte, rebasando la capacidad de Jekyll para controlarla, y necesitando el uso del antídoto para recuperar su forma original. Después del asesinato del parlamentario, Jekyll, horrorizado, decidió dejar de tomar la poción. 

Desgraciadamente para el doctor, después de algún tiempo de tranquilidad, las trasformaciones en Hyde se producían espontáneamente, y Jekyll sólo podía permanecer de esta forma mientras durasen los efectos, cada vez más debilitados, del antídoto. Finalmente se agotó un ingrediente fundamental para la síntesis de éste, una sal que había adquirido inicialmente en gran cantidad. El sustituto ya no era todo lo efectivo que el primigenio. Al principio, Jekyll lo atribuyó a impurezas en estas remesas, pero finalmente llegó a la conclusión de que la impureza desconocida se hallaba en el lote inicial, siendo ésta la que otorgaba efectividad a la mezcla, por lo que nunca más podría obtener una poción eficaz, como tampoco su antídoto, y quedaría convertido en su oscuro alter ego Hyde permanentemente. 

Y como ya os habéis acostumbrado a observar, hermanos míos, la realidad suele superar, o al menos parecerse bastante, a lo que otros fabularon antes. 

A modo de Jano contemporáneo, la primera vecina de Mojácar también presenta dos rostros muy opuestos entre sí, aunque cada vez aparezca más su Hyde particular. 

Esta moderna diosa de las puertas es capaz de conseguir que se abran a su antojo, permitiéndole entrar y salir cuando quiere por el hueco de sus deseos. A veces es la inexistente de un cortijo derruido presto a albergar a todo aquél que llama con las notas que exhala su flauta. Abre, también, las del censo con su firma, que para eso es la autoridad, aunque sólo se limita a rubricar lo que le pasa algún que otro miembro de la plebe. 

No tiene secretos ni llave para su persona ninguna urna de cristal, sobre todo si la vida y el salario le va en ello. Tampoco los palacios, como queda suficientemente probado, al menos aquellos en los que se debe impartir la justicia a granel y al por menor. 

Recuerda esta Jano, también, a los Jekyll y Hyde de nuestra historia. Cómo éste, muestra su faceta más feroz, después de haber ingerido su brebaje extraño, y es capaz de lanzarse a increpar, como un grenlim tras beber agua o cualquier otra droga extraña después de medianoche, sobre un joven becario que realiza su trabajo. Un muchacho de su pueblo al que ella conocía desde siempre. 

Pero cuando quien tiene enfrente a un periodista bragado, con décadas de experiencia, tuerce el mohín, aprieta el culo y desfila. Ya no es diosa, aunque no deje de ser odiosa. Vale.


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