SAVONAROLA
03·11·2015
Hoy os diré, mis queridos hermanos, que no debéis confiar
en todo lo que nos viene del cielo, porque no todo es, aunque así parezca,
providencia divina por mucho que nos parezca que llega desde la casa del Padre.
En cualquiera de los casos, discípulos de Cristo, los
designios de Dios siempre son inescrutables. ¿Os habéis preguntado alguna vez
por qué un tercio de su persona una y trina se encarnó en el cuerpo de una
paloma? Es esa cuestión insoluta para los padres de la Santa Madre Iglesia y,
como ocurre cada vez que el afán por saber nos arrastra hasta un callejón sin
luz ni salida, acabamos por abrazarnos al clavo ardiente de la fe.
No conocemos el por qué, pero sí hemos de creer y lo
hacemos, pues que así nos lo hicieron saber Mateo, Lucas y Juan lo puso en boca
del Bautista, que el Espíritu Santo y etéreo de Dios vino al mundo de los mortales
bajo la apariencia de ese animal al que, hoy, algunos llaman rata del aire,
pero que conocéis todos como paloma.
Para el caso que nos ocupa, hermanos, nos es indiferente el
porqué, siempre y cuando admitamos el qué.
No os cuestionáis, pues sí sabéis, que esta bendita comarca,
con todos sus pecados e imperfecciones, que los tiene para exportar, es lo más
parecido al paraíso que existe sobre la tierra, y buena prueba de ello es que
aquí decidió vivir la tercera persona del Dios de los cielos, pues ¿qué sitio
mejor y más propicio podía elegir como morada el Espíritu del Señor hecho
paloma que el pueblo de Palomares?
Mas háis de saber, hijos míos, que nada de lo que aquí abajo
acontece escapa al designio del Padre y que nada de lo que sucede en el siglo trasciende
las líneas de su Plan Divino.
¿O es que acaso creéis que lo que hoy os ocurre puede pasar
cualquier otro día de vuestras míseras vidas humanas?
¿Osáis pensar que vuestra sangre es, tal vez, más preciada a
los ojos de Aquél que todo lo ve que la de su propio Hijo unigénito?
No fue casual, mis queridos hermanos en Cristo, ni azar
alguno que el que aquí conocéis como el día de las bombas, fuera, precisamente,
un 17 de enero, a más señas, por san Antón.
Ya sabéis que el santo egipcíaco curó a los hijos ciegos de
una jabalina que se le acercó en actitud suplicante y que, desde entonces,
jamás se alejó de él la cerda y le defendió de cualquier alimaña que se le
acercaba. Por esto le colocan, al representarlo, siempre un cochino a sus pies.
También supongo que estáis al punto de que el santo que nos
ocupa fue a visitar a su retiro al por entonces decano de todos los anacoretas,
el llamado Pablo el Simple. Al ermitaño le alimentaba un cuervo que todos los
días le llevaba una hogaza de pan. A la muerte de Pablo, el santo, que por
entonces vivía aislado del mundo en un sepulcro vacío, acudió a enterrarle con
la ayuda de dos leones y un número indeterminado de otros animales, sobre cuya
identidad existe cierta y muy apasionada controversia. Desde entonces, san
Antón, como sabéis, es el patrón de todos los animales y, además, de los
sepultureros, por lo que no es azaroso, tampoco, que yo os escriba de esto en
la noche del Día de Todos los Santos.
No es menos conocido el fabuloso incidente que aconteció al
gran Flaubert, aquél que, tras una mística visión, plasmó en verso las
tentaciones que el demonio puso en el camino de nuestro buen san Antonio Abad,
que así se conoció también a san Antón.
Dicen que Flaubert escribió las 500 páginas de que constaba
el poema seguido y de corrido, y que, no más las hubo compuesto y dadas por
concluidas, reunió a los más dilectos y doctos de sus amigos y les leyó todas
las hojas una por una en voz alta, sin descanso para el sueño ni aún menos para
el alimento.
Cuatro días con sus cuatro noches que duró la leyenda y, al
cabo, una vez terminada la lectura, pidióles el parecer a todos, y todos, como
un resorte, se alzaron al unísono, como un solo hombre, aunque si haber mediado
palabra previa ni deliberación alguna, decidieron que era merecedora de ser
enviada directamente a cualquiera de las hogueras que se erigen en honor al
santo en buena parte de los pueblos de Francia y España.
Diréis, mis queridos feligreses, que a qué viene este sermón
de hogaño. Puesto que sé que estáis bien al punto de que con toda pompa y
boato, en la capital de este reino que habitáis se ha firmado un acuerdo entre
los cancilleres de los Estados Unidos y de estos otros de aquí, que parecen no
estarlo tanto, os diré que es más cosa de alivio, si es que al final llega la
cosa a puerto, que de contento.
No cayeron del cielo las bombas que emponzoñaron y
enguarraron la morada del Espíritu Santo, como la cerda que acompañaba por do
iba al bueno de san Antón, sino que lo hicieron desde aviones norteamericanos
y, por eso, en habiendo causa y causante notorio, necesario era que se hubiera
subsanado hace cincuenta años ya tal oprobio.
Pero en esto, como en todo lo público, parece que los
responsables de que tal se hiciera, sólo lo han sido a la hora de cobrar.
Es por eso que no le parece a este humilde fraile que no da
lo hecho hasta ahora para palmas y guitarras.
En esto, ha habido unanimidad en el obrar. No ha habido
diferencias ideológicas ni de partido. Igual ha sido el resultado de los
gobiernos fascistas de Franco, que callaban porque no les recordaran su pasado
fervor hitleriano, que los socialistas de González, tan ávido de hacerse hueco
en la OTAN, o del inefable y consonante ZP, aquél que permanecía sentado al
paso de la bandera de las barras y estrellas, pero que no dudaba en humillar la
cerviz ante la Merkel o pedirle autógrafos a Obama. Tampoco se sepa que entre
puro y puro, al mismo tiempo que los pies, pusiera Aznar lo de Palomares sobre
la mesa.
Más parece que san Antón, en todo este asunto, hermanos míos,
más que como patrón de cerdos y otras especies animales, hubiera ejercido de
abogado de los sepultureros que han mantenido enterrado bajo una montaña de
inanes excusas la limpieza de Palomares y el orgullo de todo un pueblo.
Habrá tiempo para celebrar cuando hasta el último gramo de
tierra contaminada salga de tierra cuevana y, mientras tanto, cautela y
vigilancia.
Y, como creo, hermanos míos, que ya se habrá secado el meyba
de don Manuel, por ahora, vale.
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